De mi libro Flauta de bambú
El Anón o calle stone es una de las dos largas pendientes de Lares.
Esta calle comienza, pero no termina. Le ocurre como a las famosas cataratas, que desde la cúspide bajan precipitadamente, sin término y su único destino es el mar.
Tiene la calle, en su umbral, en el casco del pueblo, una alta muralla construida de piedra viva para la época en que se enarbolaba la bandera de España. Allí duerme su presencia inadvertida para las miradas de los transeúntes.
La barriada de la que toma su nombre, se extiende al costado de una depresión que sustenta un tenderete de casas que nacieron espontáneamente como ciertas plantas silvestres en tierra feraz. Este caserío está rodeado por la quebrada del Anón oculta entre follaje, pero sollozando noche y día.
Los domingo, cuando hay menos tráfico y la calle parece descansar del trajín entra en estado de paz y sosiego. Frente a la vetusta muralla de piedras, dicen que suele escucharse martillazos sobre herraduras en los cascos de los caballos, de aquella faena que Chucho Jiménez desempeñó en esa parte de la calle, por muchos años.
Rememoremos la época en que El Anón era un espacio de fuete y próspero comercio. Al principio de la calle se erigía un local que compartían tres actividades comerciales distintas : pulpería, tienda de zapatos, ropa y telas y el rincón del tabaco. La división la establecía una bota grande de hojalata que pendía de un travesaño. Esta bota hecha por artesano, recuerda la anécdota referida por Neruda en sus memorias-- Confieso que he vivido -- donde revela que cambió a su hermana su parte de herencia si le conseguían una bota igual que anunciaba una antigua zapatería en Temuco, región de su nacimiento.
En esa parte de la tienda, al comienzo de la calle, se desempeñaba Chalo propietario de una parte de la empresa. Le acompañaba en un diminuto rincón, don Pedro Rivera quien ejecutaba la tercera actividad comercial del local : vendía tabaco en rollo y detallado a sus numerosos clientes y marchantes. A don Pedro le faltaba una pierna.
De manera que la atmósfera de aquel almacén despedía una mescolanza de aromas, diríamos, antagónicas : olores de ropa, de zapatos, de telas. las emanaciones fuertes a tabaco, la fetidez de los barriles del pez machuelos procesados en agua espesa de sal. También el inconfundible hediondo bacalao.
Al bajar la cuesta del Anón afloraba el hervidero comercial. Mujeres que salían de las tiendas con bolsas de productos de alimentos llevándolas en el cuadrante de sus cinturas y una caterva de niños que le seguían lamiendo dulces o chupando límber. Hombres con sacos de compras sobre sus cabezas.
Las tiendas discurrían por toda la pendiente : la de Chú Beltrán, la de Gilberto Monroig, la de Salvador, su hermano retirado de sanidad, la tienda de Geño y, al final, el almacén de Torres y González, el más pujante de los comercios del Anón. Poseía una estación de gasolina y tenía la clientela que se agita en un mall hoy día.
A ese almacén llegaban las cartas de los habitantes de la barriada.
De niño miraba a lo largo de la calle y me parecía que el sol nunca se apartaba de la cuesta. Las chapitas de las botellas de refrescos y las diminutas herraduras que soltaban los zapatos, hundidas en el derretido asfalto de la brea brillaban cual preciosa pedrería. De noche desde mi cama, pesaba en la cuesta del Anón y creía que el sol todavía la encendía.
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