Al principio parecía imperceptible. La temperatura en la biblioteca inducía al recogimiento. Entonces uno se embozaba y leía con absorción. Las páginas blancas eran nuestro único mundo, el silencio absoluto, nuestro tiempo vital. La luz blanca del recinto transparentaba el esmalte del mueble rectangular y parecía otra luz que irradiaba desde las mesas hacia el ámbito de la biblioteca. Había un olor a aire, olor a libros y a revistas brillantes. También se suspendía sin desvanecer ni herir, un perfume ecléctico, como si un hisopo de plata asperjara indefinidamente.
Mientras pasaba las páginas, cada breve tiempo miraba el resplandor de mi anillo de oro. Era el signo del posesivo, pero también recordé que era un enlace hacia la libertad. Pues uno vive atado a sus padres y, al casarse adquiere la condición de manumiso. El fulgor limón creaba lo único bronceado entre el haz de blancura que dominaba los retazos de mi vista. Unas campanadas agradables y cadenciosas se filtraron a la atmósfera pulcra de la sala de lectura, para anunciar la hora. Al rato, me pareció que las campanadas habían quedado atrás, apresadas en un pasaje ya leído.
La lectura me entusiasmaba y el limpio tiempo de silencio me sedujo a sentir que penetraba el ambiente de primavera de aquellos montes de Campania que proponía la narración. Eran los tiempos del gran general cartaginés, Aníbal Barca, ( su recorrido del 218 al 183 A. de C. ).
Vi el momento en que Favio, jefe de las tropas de Roma, se ocultaba en el bosque, cerca de los desfiladeros. Desde allí, resguardado por las gasas de neblinas, veía de la manera que Aníbal quemaba las fértiles tierras y las propiedades de marsos y pelignianos. Parecía escuchar los gritos de los que se consumían entre las llamas. Aníbal los sabía ocultos. Entonces en una de sus estrategias abruptas reunió dos mil bueyes y a todos les ató en los cuernos unas abundantes faginas y las encendió en llamas devoradoras. Los soltó en la noche por aquellos montes y los soldados romanos no atisbaban a discernir que eran aquellas llamas fugitivas y alarmantes, aquella multitud de hogueras como soles en medio de la noche. Se asustaron y desmoralizaron. Así pudo Aníbal abrirse paso rumbo a Roma.
Los murmullos empezaron a sentirse al cabo de una hora de lectura penetrante. Primero se escucharon bostezos en distintos puntos de las mesas, algo así como indios que lanzaran señales. Después se escuchó el sonido de trasquilar ovejas, eran las páginas según sus rasgueos cuando las manos ansiosas las sucedían. A estas leves inquietudes les siguieron las sordas voces propias para confidencias. Pero al cabo de un tiempo de descanso a los ojos, volvían los lectores al abismo del silencio.
Sentí un leve taconeo de alguna mujer que entraba a la sala de lectura. Debe ser alta y delgada pues sus pisadas no acababan de matizarse con aplomo, sino que chocaban el piso con paciencia. Su taconeo era amortiguado y los zapatos parecían respetar el suelo. Fue entonces cuando despegué mis ojos de la lectura por primera vez. Busqué la huella del sonido de los pasos y descubrí la mujer que procuraba sentarse. Me di cuenta de su estatura : era espigada, pero más delgada de lo que pensé. Volví a la lectura. J. Michelet informaba que Aníbal perdió un ojo en su paso por los Pirineos. Iba montado en el último elefante que le quedaba y el frío, la humedad y las vigilias terminaron con uno de sus ojos.
Escuché otra vez, en la soledad aparente de la biblioteca, unos pasos que se acercaban por el fondo del recinto. Sonaban con ligereza, pero se posaban con fuerza sobre las losetas. Su taconeo tecleaba con firmeza y, hasta parecía producir una especie de eco con cada asiento de los zapatos. Los pasos se sucedían tan repetidos como trozos de redoble. Pensé : " esta mujer es gorda, de estatura normal, pero viene tímida. Le parece que la miran y por alguna razón se irá pronto ". Yo pensaba en estas circunstancias sin despegar los ojos de las páginas, sin levantar la frente. No quise comprobar si era robusta y seguí escuchando el redoble de sus zapatos. Oí que preguntó algo junto al mostrador, pero no percibí la respuesta. Probablemente le respondieron con un gesto. Comenzó a retirarse de la sala, ahora con los pasos aún más ligero. Era un fragmento de redoble su zapateo, pero la posadera firme como si toda la planta hiciera contacto al mismo tiempo con la superficie. No pude reprimir la curiosidad y, alcé la vista. Comprobé que la mujer era gruesa y como de cinco pies y algunas pulgadas de estatura. Asomé una sonrisa mordaz y continué leyendo.
En la lectura se habla de la genialidad de Arquímides. " Aquel poderoso inventor estaba tan preocupado con la persecución de las verdades matemáticas, que se olvidaba de comer y beber arrastrado al baño por sus amigos trazaba todavía figura con el dedo en las cenizas del hogar y en su cuerpo untado de aceite. Semejante hombre había de hacer poco caso de romanos y cartagineses. Pero se entusiasmó ante el sitio de Siracusa, como cualquier otro problema y quiso descender de la geometría a la mecánica.
Inventó máquinas terribles que arrojaba sobre la escuadra romana piedras de 600 libras de peso, o que al inclinarse hacia el mar, agarraban un barco, le hacían dar una vuelta y lo estrellaban contra los peñascos, los tripulantes volaban por todas partes como piedras lanzadas por la honda. Inventó también, espejos concéntricos que reflejando a lo lejos la luz y el calor abrasaba en el mar la armada romana, Los soldados no se atrevían a acercarse, al menor objeto que aparecía en la muralla, volvían la espalda gritando que era alguna otra invención de Arquímedes".
Aníbal Barca que rodeaba a Roma, cierto día fue sorprendido por un emisario enviado por Claudio Nerón, que arrojó la cabeza de Asdrúbal , hermano de Aníbal, a los piés de éste. Después de Aníbal perder su última batalla, frente a Publio Cornelio Escipión, el Africano, en Catago, ( la batalla de Zama, 202 A. de C. ). Huyó a Siria y en una ocasión en que un comando de soldados romanos lo perseguía, cumpliendo un juramento que su padre Amílcar Barca le hiciera prometer, cuando Aníbal era niño, que le dijo: " júrame que nunca te dejarás apresar de los romanos y preferirás morir antes de someterte al escarnio de ellos ".
Aníbal, tomó una sortija que ocultaba el polvo de arsénico y lo apuró. Cuando los romanos llegaron hasta su presencia ya Aníbal estaba sin vida.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario