" Hay una inconfundible raíz de miedo y pereza en el rencor,
el odio y el mal ". ( J. Ortega y Gasset ).
El bien puede ser abundante y frágil. Pero esa fragilidad no excluye que también pueda ser poderoso.
Que ese poder sea al mismo tiempo, extraordinariamente más destacado que la fuerza generatriz del mal. El mal en su específica naturaleza tiene limitado el millardo de contundencia cotidiana que se desprenden de sus aviesos hechos.
El bien se sustenta a sí mismo y una vez aplicado, tiene el efecto, en su recorrido, de la bola de nieve. El mal opera con resultado devastador. Se ve obligado a construir una y otra vez, su atentado o esquema del acecho. Mientras que el bien cuando es efectivo en su desempeño, no se detiene y es perenne. Los atributos de perennidad y efectividad le ganan la partida al mal.
No empece a la certera observación del escritor y periodista venezolano, Emiro Rotundo Paúl, que un grupúsculo de maleantes siembran la zozobra y sacuden a una sociedad. Cuando el bien llega al individuo, sobre la base de la educación, con su ramificación de estrategias sociológicas y culturales, inhibe y mata los embriones del mal.
Pero si las iniciativas de los programas del bien no alcanza a esos sectores, entonces el mal encuentra terreno licencioso para proliferar.
David Hume afirmaba que el bien es puesto en marcha por los sentimientos y no por la razón. A nosotros nos parece que el mal se inicia mediante operación racional. El grupúsculo que pone en jaque a una sociedad, antes de infringir las leyes, ha ponderado qué beneficio obtendrán de sus envestidas. En sus cuantificaciones incide la razón.
El motor que mueve al bien es el sentimiento o lo que es lo mismo ; una energía perpetua. El mal se mueve por el razonamiento, un estímulo que nunca ha convencido por largos períodos, tampoco ha convencido a grandes masas.
El bien es poderoso por sus características de perennidad, con asiento en los sentimientos y porque las leyes no actúan contra él.
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