Ya se alcanzaba a ver un asomo del mar. Recordé a Barcelona cuando estuve cerca de Montjuí que de entre las montañas se divisaba una planicie azul oscura del Mediterráneo. También pensé en Barceloneta, un pequeño pueblo de Puerto Rico, porque su nombre es un diminutivo de esa ciudad de Cataluña. En Barceloneta, primero se ven las montañas y después el mar por el derrotero del valle. Igual ocurre con Barcelona, se muestran las elevaciones del Pirineo y luego se descubre el"Mare Nostrum".
Pero al momento apareció el esplendor marino, con sus matices plateados de tan deslumbrante por el fuego del sol. Al acercarnos se revelaban los tonos de azules cielo y verde claro como las pupilas de las mujeres becquerianas. Se aprecia una visión panorámica como si uno bajara en esas alas deportivas que recorren en periplo, mares y ciudades. Uno auscultaba, además del espléndido paisaje de la bahía, con sus aguas prismáticas y serenas, un viejo túnel por donde el antiguo tren atravesaba el precioso litoral. Al sector se le conoce como Juajataka. Aparcamos en un pequeño parque donde se han instalado miraderos para contemplar la dársena.
A la entrada se ven kioscos que ofrecen tentadoras frituras. Se ha improvisado una almoneda de limitada extensión. En ella nos sorprende una esbelta banquilla de bar, de tope redondo, que exhibe una variedad de dulces criollos, sobre un blanco mantelito circular que cubre con exactitud el área circunstante del tope de la banquilla.
Allí apiñados se muestran peces de dulce de guayaba del matiz de la tonsura abacial. Rombos en pilas de dulces de cocos. Pastas de naranja. Turrones níveos, también de cocos. Pirulíes de delgados rectángulos rojos y traslúcidos. Una pitahaya partida en dos mitades que enseña la pulpa de su fruta y las rojas escamas de su corteza. Las golosinas están rodeadas de un collar en que figuran abalorios y cuentas de tiempos aborígenes.
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