Esta casa de campo que visito, de sencilla y vetusta arquitectura, está rodeada de árboles.
Se construyó en madera y, ostenta un ancho balcón en escuadra, donde el viento corre y refresca. Sus muebles son sillas y sillones con tope y espaldar elaborados en mimbre.
Cuenta con una hamaca, regalo de doña Elisa, que con la misma devoción que recolectaba el café, confeccionó la prenda para descanso y siesta.
A traves de la barandilla se descubren los hermosos jardines. Al apoyarse sobre el pasamano, vuela la mirada hacia el paisaje montañoso cuyos matices se van graduando en verde, azules y humo. Aquí, entre follaje arbóreo y vegetación arborescente surgen las notas del concierto de los pájaros y pueden divisarse en lo alto, la lechuza planeando sin batir las alas, bajo el cerúleo color del cielo.
En una esquina del balcón en la cual se yerguen unas trinitarias rojas, se destaca una mesa de rústica fabricación. Su tope o superficie escueto, sin ningún paño que cubra su tablado basto. En ella se exhibe una canastilla rectangular de paja y, dentro de ella, una gallina echada empollando sus huevos. Hay también, al pie de la canastilla, bananas maduras. Tendida en la misma plataforma de la mesa, muy cerca de la gallina echada, una destral que sirvió a una comunidad indígena cuya piedra, toba del río, amarrada al corto palo que hace de mango, duerme su impresión secular.
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