Ya Moncho Miranda dormía con sus niños en su casucha, cuando los ladridos de los perros de doña Flora, ahuecaron el monte que se hacía sentir en la noche silenciosa. Los chicos, echados en el fondo de la cama, sentían la noche como un viaje al espacio sideral. Se vieron navegando en un tiriguibi sobre un arroyo de aguas azules. El tiriguibi tomaba ligereza casi volátil al impulso de la brisa. Era una tarde clara y, Popo el carpintero de los pobres, pescaba camarones con un cordoncillo atado a una varita de guayabo. Cuando se acercaron a Popo fondearon el tiriguibi y acompañaron al carpintero, hasta su humilde casa donde el hombre fijó unas hojas de zinc. Trepados en lo alto del techo, miraron al cielo que lucía tan plateado como el zinc. De pronto todo aquel reflejo cegador, era efecto de los pedacitos de espejos con que se hacían maldades enfocándolos hacia el sol. Siguieron impertérritos lanzándose al fondo del espacio en el columpio que pendía del árbol de mangó. Aquellos reflejos que lastimaban sus ojos, ahora destellaban en la bandeja repleta de dulces de cocos tetraedros que Tito Luciano voceaba. Tuvieron en sus bocas la urgencia de probarlos. Sólo tenían una moneda de un centavo. Parecía un botoncito de cobre entre sus dedos. Le indicaron a Tito Luciano que era un centavo auténtico. Tito se resistía a ceder el dulce. La golosina se hacía más grande, más apetitosa. La moneda no lo era, era un botón de alguna camisa.
-- Con que botón, ¿ verdad ?
-- ¿ Botón ?
Y miraron la mano, era un centavo justo. Tito lo comprendió perfectamente, alargó su mano sosteniendo el enorme dulce de coco. Qué pena, la moneda sonó como canica sobre cristal y cayó por las rejas de la alcantarilla.
Cómo bajaba el agua desde casa de Ezequiel y se escurría toda por la alcantarilla. Ezequiel el zapatero, cortaba el cuero con su afilada lezna muy cerca de su abdomen para dar forma a la suela de la babucha. En la casilla o taller de zapatería de Ezequiel sólo cabía él solo. Mascaba tabaco y, a veces, por escupir, echaba al piso algunas puntillas que sujetaba en sus labios.
El silencio de la tarde era profundo y envolvente, que se identificaba a las personas por sus pasos : adiós Marcial, decía Ezequiel antes de que la figura apareciera por el umbral de la puerta. Marcial seguía su camino, con su lima en el bolsillo trasero su sombrero oscuro y magullado, aceptando el saludo sin haberlo contestado.
Los perros de doña Flora, más allá de la ciénaga de los juncos, al otro lado de la quebrada de don Gelo, hundían sus ladridos, guaubalando la espesa noche sombra del sueño.
-- Es hora de lavarse los pies, " misijos " -- y les trajo, Clotilde, una palangana de agua con una hoja de ruda moviéndose en las olas.
El verde de la hoja contagió toda el agua y, los niños sumergieron en ellas sus pies.
Sintieron congelarse, pero el agua estaba tibia.
Los niños todavía soñaban cuando Moncho les cubrió con la raída cobija. Cerró una hoja de la ventana porque el sereno ponía burbujas en las mejillas de los chicos.
Ambos sacaron los pies de la palangana y quedaron teñidos de verde. Cuando Clotilde los secó el paño tornóse también de verde. Así estaba el pueblo, todo de verde y de espesa maleza. Ellos en giro sobre la inventada machina del Flaco Molina.
Al vuelo de la machina, dominaban una visión panorámica del pueblo. En cada vuelta veían un punto distinto : el garaje de don Fonso, Las cuarenta, la Vega, La casa, La chorra. En una de las vueltas vieron con horror, cómo unas palas mecánicas asolaban el garaje de don Fonso, arrasaban Las cuarenta, La chorra y, vertían vuelcos de tierra roja sobre los demás lugares comunes.
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