Porque era pobre, el niño jugaba en el camino de tierra rojiza y descarnada. Jugaba con tierra suelta, parda como el crepúsculo. Se entretenía con brisnas de hierbas y hornijas frágiles. Siempre estaba en el camino jugando, porque no tenía edad escolar. Cuando en las noches su madre hurgaba su cabello para dormirlo, sentía como si hundiera los dedos en las cenizas al rescoldo de las brasas. De día, el niño corría oreado por el verano igual que un falcón. Cuando se le llamaba para cenar, no venía. la madre restregaba los platos y volvía a llamar: mas él no se allegaba. El arrapiezo con las rodillas sobre la tierra menuda y deleznable, miraba fijamente al cielo, que amortiguaba su color a tonos más opacos y plomizos. Su mirada asombrada escudriñaba a lo profundo del cielo, en busca de un hallazgo. La madre encendía el quinqué y, el vozarrón se oía por las lomas. Continuaba el chico, con la mirada fija en algún punto del espacio. Ya el sol, en su instante de caída, afloraba en el cielo unas luces tenues. La madre lo divisaba desde la casa, pero no se inmutaba. Salía furtivamente al patio, desgajaba una vara de hibisco, el niño escuchaba con claridad el sonido, al quebrarse la rama, porque la noche comenzaba y las estrellas asomaban sus reflejos. La madre no tocaba con la rama quebrada al niño, porque al oír el zarandeo de las hojas, corría de la loma a la casa con vuelo de ave matinal. Ya en el lecho, la madre besaba las mejillas y eran cálidas com el pan dorado al horno.
--Madre, primero parecían de palo, después de piedra y al rato de vidrio azulito.
Al otro día el niño estaba en el camino jugando con la tierra parda.
Las hierbas altas de la hondonada caían diezmadas por la fuerza del viento. En la sacudida lanzaban al aire, multitud de polen como polvillo de oro suspendido en el espacio. El chico contemplaba la diseminación del polen elevarse flotando sobre el farallón y por el camino. Algunos filamentos le parecían escamas de peces. Otras eran motillas de algodón. El muchachito, corría tras el polen camino abajo, desbocado, corría tan ligero que parecía elevarse igual que el cúmulo de pajuelas.
En la tarde el niño sintió una sombra templada, que pasó por su espalda. Se apartó del camino echando al aire, un puñado de tierra muy fina. Estuvo al cercado de alambre porque vio el cielo ponerse ceñudo y grisáceo. Entonces auscultó el abismo por donde bajaban las aguas turbias y convulsas, escuchaba quedamente el lejano zumbido.
Por la noche, ya en la cama, dijo a su madre. --Ma. Hoy lo vi clarito, arrastraba troncos y bambúas.
Un día el chiquitín escarbaba la tierra del camino con una astilla, cuando vio aflorar un cascajo. Después le pareció, al tiempo que quitaba una porción mayor de tierra, una piedra. Tuvo dudas, porque vio que lucía un brillo distinto a las piedras y escarbó con entusiasmo y mayor esfuerzo. Cuando pudo apalancarlo, descubrió un hermoso caracol.
Ese día visitó el pozo y lavó el caracol en las aguas que corrían después del manantial. Tomó un puñado de arenilla y restregó le esmalte del caracol. Lo hundía en la corriente y la pieza se lustraba como una luna llena. Se turbaba su configuración al refractarse con el efecto de las aguas tenuemente agitadas. Entonces, sumergía el caracol, a cada momento, para verlo alargarse tembloroso bajo la corriente. Después arrancó un haz de hierbas, lo dobló para hacerlo menos dúctil y, comenzó a frotar por la oquedad del caracol para despejarlo de tierra en su interior. Volvió a hundirlo y al sacarlo, quedó lúcido y nacarino. Al ver una naranja bloqueada y detenida por unas piedras del arroyo, se fijó cómo saltaba y rotaba con el ímpetu de la suave corriente. El niño decidió cogerla. Colocó el caracol sobre una toba soleada. Al pisar sobre una piedra lamosa, perdió el equilibrio y se cayó con estrépito. Su cara salpicada de agua, mostraba entre susto y diversión. Sus ojos quedaron bordeados de burbujas. Cuando se incorporó alcanzó la naranja. Con sus manitas acostumbradas a raspar la tierra parda, hurgó en la corteza húmeda y desgajó la fruta en dos mitades, mojando sus muslos con el jugo liberado. Hundió los dientes en la pulpa y se deleitó. El zumo hería sus ojos con la fuerza de un aerosol. Recogió algunas cáscaras y las echó a navegar. La blonda corriente acercaba las cortezas a la orilla y, las varaba junto a la menuda pedrería. El niño buscaba una vara entre las hojas secas y desencayaba sus imaginadas embarcaciones, que navegaban luego, corriente abajo hasta perderse en el meandro.
Por la noche la madre le contó, que esos caracoles eran de muy lejos. Había que pasar por muchos pueblos. Después de viajar un largo camino, se encontrarían el lugar de los caracoles.
Ese lugar tiene un nombre muy bonito. Se llama el mar. El mar es como el cercado de don Balta.Verdecito y el agua se mueve y se mueve como la hamaca de doña Pasita. Allí siempre sopla el viento mucho más que en la loma. Entonces en la orilla hay mucha arena y cuando uno camina se hunden los pies. Algunas personas buscan arena para hacer casas. Los padres que pueden, llevan a los niños al mar y, ellos juegan en la arena haciendo montañitas y cuevas de indios. Cuando yo era niña, vivía cerca del mar.
Al otro día, después del desayuno, la madre le enseñó a acercarse la oquedad del caracol al oído y descubrió el sonido del mar. Cuando el viento sacudía el arbolito de guanábana. el mar se oía clarito dentro del caracol.
Un día se lo acercó al oído y escuchó voces.
--¡Tierra a la vista! -- ¡Todos a sus puestos!
Seguidamente vio muy claro lo que ocurrió.
Unos marinos de color soleados y rojos, con barbas crecidas, bajaban las velas del barco, removían barriles e izaban una bandera de color negra. El barco se acercaba a la orilla. Hablaban fuerte como mugidos de toros. Comenzaron a llenar sacos de arena hasta que el barco empezó a moverse de lado y lado. Al terminar se fueron. El barco se alejaba y se fue gastando en el mar como si fuera de hielo.
El niño puso el caracol bajo el arbolito de guanábana y se dedicó a jugar con la tierra parda. Sintió que sus pies se mojaban con agua azul. Sorprendido buscó el caracol y notó que de su oquedad fluía, a borbotones, el agua. No cesaba de emerger el fuerte chorro como una cañería averiada. Se deslizaba por la hondonada y al atardecer el mar había salido enteramente del caracol
La madre lo sacudía diciéndole: Carlitos, hijo, levántate que hoy vas para la escuela.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario