Era una empinada cuesta.
Empedrada crudamente,
con dos flancos de casas,
de pobre aspecto,
sin arte ni gracia.
Edificadas de madera,
que los carpinteros constructores,
dieron paso a nuevas generaciones.
La alegría del contorno
eran la pléyade de chiquillos,
juguetones y traviesos.
En el centro de la calle,
se elevaba el árbol frondoso.
Donde anidaban pájaros
y siempre se oían trinos.
Los domingos, los hombres,
se arremolinaban bajo su ramas.
Eran impresionante
las sonoras carcajadas.
A veces, Toño Miranda
entonaba, con su dulce voz
un sentido tango.
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