En los hoteles de lujos,
donde figuran algunas estrellas
adjudicadas a su excelencia,
tienen varias canchas de tenis.
Lucen vestidas de quinceañeras.
Se ofrecen apetitosas
como una fresca manzana.
Con el sol claro y tenue,
seca algunas burbujas
de tibio rocío,
en el esplendor de su verde.
Llegan parejas
de gringos desarticulados.
empolvan la faz
de la cancha,
con la mota de la bola.
Yo me angustio
por no llevar raqueta,
por estar de pasada.
Estoy como quien ve
sugerentes artículos
tras una vidriera.
En un lugar
propiamente dispuesto,
mesas con arqueadas sombrillas
y, sillas de atractivo diseño.
Una media luna
de sombra,
cae de la redondeada cobija.
Al cabo se sientan
los turistas.
Un mozo
de botones dorados
y cuello inmaculado,
sirve sumo de naranja
en repujada cristalería.
La cancha
sin los obesos turistas.
es ahora más ancha.
El verde campo de tenis,
se posa como una firme
toalla mullida
e inconmensurable.
Jugar un partido
en esta loseta
metricada de blanco.
es conservar un granizo
para una colección
de lluvias.
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