Llegué al pueblo
en la soleada mañana.
En mi auto, los tenis,
las bolas y raqueta.
Conduje apresurado
para realizar la encomienda,
vestido de domingo.
Bajo aquella ropa,
me incomodaba un corto
pantaloncito.
Estuve en la cancha.
Eran varias las superficies,
pero mostraban resquebrajaduras
y entre ellas, un escozor de hierbas
asomaban sus codos peludos
como extraños seres,
que se apresuraban a emerger
del fondo del planeta.
El sol deslumbraba el solado.
El retículo henchido
con el soplo
de la brisa,
era una vela abandonada.
Recordaban, aquella estancia
tenística, las mesas con utencilios
y cubiertos,
manteles y servilletas,
pero sin alimentos y comensales;
un refectorio a la espera
de los invitados.
Una inquietud invadía mis sentidos.
Un deseo de jugar arañaba
en mi ansiedad,
y la paz,
y el silencio
alargaban el tiempo
y me infligían la derrota.
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