sábado, 7 de enero de 2012

Fuego en los bosques

Poema

Cuando veo los árboles envueltos en fuego,
entre los bosques en llamas,
a través de los campos calcinados del orbe,
siento una brumosa pena en mi conciencia.
Estos estáticos seres, resisten la incandescencia,
que devoran tallos estremecidos,
por la rabia de las flamas
y la fusta del viento.
¿Habrá una resignación ante la vorágine
abrasadora de un infierno desatado?
¿Será sereno, silente, pero impactante,
arrebatador su dolor maderero?
O¿será simplemente, una acción y reacción
natural, científica de la combustión orgánica?
De todos modo, hay en mí, un horripilante
dolor que sacude mi humanidad.
Cuando el avión penetra la ingente bocanada
pírica, lleva pendiente el cántaro metálico,
que suelta el agua refrescante
en lluvia diseminada,
que ahoga el oxígeno.
Pienso un instante, que el chapuzón
consuela su infernal angustia.

viernes, 6 de enero de 2012

Paisaje arquitectónico

El arquitecto es el único artista que crea su arte para ser habitado.
La gran propiedad del hombre universal, es el paisaje.  La tierra, en ocasiones, se le prohibe pisarla, pero el paisaje llega a sus ojos y habita en su alma.

"La vida es más importante que la arquitectura".--Niemeyer--.
"El espacio es parte de la arquitectura".--ibid.
El paisaje es espacio y arquitectura.
Recoge en su entorno,
aquellos signos que prestan balance a la belleza.
Al revelarse la estancia del esteticismo,
prende en el alma una estrella
que toca y destella la propia vida.

Leyenda de la Rambla



Cuando decidieron construir la iglesia primada de Lares, era el día trece de las cabañuelas, una tarde llena de luz y sin presagio de lluvia. Siete personas salieron a recorrer las colinas. Buscaban un altozano rodeado de abundantes aguas, pero con tierras feraces y llanas hacia la falda de la aislada montaña. Estuvieron tres días explorando aquella geografía. Una zona poblada de mogotes y limpias quebradas. Descubrieron todas las condiciones menos una. No se encontró el requerimiento de un valle cerca de la sima de la colina. 

Optaron por una elevación al pie de la cual fluían cuerpos de aguas dóciles. Al reunirse los siete integrantes para conocer los atisbos, los pareceres, los aciertos o los inconvenientes de la exploración, alguien se dio cuenta que entre ellos, figuraba una mujer. Cinco de los hombres se alteraron,  sufrieron inquietudes y un desagradable malestar, que no ocultaban en su desempeño y objetivos. 

Se congregaron bajo la espesura del copioso follaje a orilla de un arroyo rumoroso que discurría por aquella sombreada ribera. El caudillo de la expedición se sentó sobre una roca. Todos se arremolinaron junto a él. Se abrieron las exposiciones y cada cual expresó argumentos respecto a conveniencias y obstáculos. Hablaron seis varones, pero nadie preguntó nada a la mujer. Ella tiró del sombrero y del paño con que ocultaba los laterales de su rostro. Se puso de pie, anduvo entre los hombres que la miraban ceñudos. Ya no disimulaba su identidad. Su cabellera negra y suelta, mostraba unas ligeras ondulaciones que reflejaban las claridades del sol filtrado. Todos convinieron en escoger aquel lugar de sombras, silencio y boscaje, de aguas cantarinas y transparentes. La hermosa mujer de mirada escatológica, dejó escuchar su voz sutil y armoniosa.

--Aquí no se va a construir nada.

--¿cómo?

--Nada se va a edificar en estos siglos.

--¿por qué razón?

--Allí donde ven ese jardín espontáneo y silvestre emana un surtidor de aguas profundas, frescas y nutrientes. Esas aguas derribarán cualquier estructura que se levante en este lugar.

Todos miraron el sitio donde crecían los arbustos, helechos y flores. La mirada de aquellos rostros revelaba escepticismo, también sorpresa. Todos sabían que al pasar por el lugar, no existía jardín alguno. El supuesto vergel era un breñal con rocas. Lo habían visto, pero flores tan lucidas, amarillas y rojas y prolíferas, parecía prestidigitación de un momento. Todo ocurrió, según pensaron ellos, cuando la mujer señaló con su índice aquel área. Estaban seguros. 

En un momento específico, cinco de ellos tomaron conciencia de que eran impresionados bajo trance de efecto paranormal. Sólo uno de ellos veía a sus compañeros hablando y realizando gestos y ademanes sin que delante de ellos hubiese alguien que recibiera sus palabras. Este joven le posó las manos sobre los hombros de ellos, para auscultar qué les pasaba. El caudillo, quien era un fraile franciscano, le respondió que acababan de recibir un mandato de un ángel de Dios quien les refirió que vendrá otra persona a quien se le encomendará escoger el lugar exacto donde se erigirá el templo y alrededor crecerá el poblado. También indicó que en el jardín de geranios, rosas y margaritas, brotará un surtidor de aguas puras de manantial. El joven miraba hacia donde ellos veían el jardín, pero no lo descubría y sólo divisaba una planta de margaritas blancas de corolas amarillas. El fraile continuó su explicación aduciendo, que además la mítica dama auguró que aquel lugar se llamaría la Rambla y el manantial se nombraría, el pozo de Santa Rosa. Profetizó que vendría una época de prosperidad y beneficio espiritual para el poblado. 

Cuando el fraile se expresaba, la bella deidad desapareció exhibiendo una aureola de luz verde. Quedó en el aire el círculo verde encendido, aún cuando la fémina figura se deshizo como una ninfa. El halo de luz verde voló suavemente sobre mágico vergel. El joven que permanecía en la dimensión de la realidad, pudo ver el jardín y la aureola esmeralda flotando sobre él. Entonces, comenzaron a escuchar un sonido de ebullición y un leve estallido en medio del jardín. Al momento, vieron elevarse con fuerza, aquel chorro propulsado por energía natural convertido en un surtidor de aguas plateadas y espumosas, que al caer, les empapó sus cabellos y rostros, sintiéndose al momento curados de cuantos achaques padecían. 

Cuentan que en las noches de las cabañuelas, se ve flotar hacia el pozo de Santa Rosa, una aureola de luz verde.
                                                                           

La gorra del capitán

Una flor de luz en la negra visera,
resbalaba a los extremos
de su forma arqueada.
El bonete plano, de albura encendida,
destacaba frontalmente la insignia
broncínea de origen marino.
Hacia el abismo de la borda,
el verdoso mar
quemaba las aguas en sosiego.
El crucero, hotel de herraje y ébano,
despedía los viajeros,
prendados de curiosidad y esperanzas.
Aquella gorra blanca, de negra visera,
fulguraba a babor.
A veces, la luna llevada
por lienzos de nubes en viaje,
busca tocar una bruna tez.
El emblema destellaba 
y deslumbraba 
la fina cinta amarilla
que remataba sobre lo blanco
y negro del tocado.
Alguna vez fue quitada de su cumbre,
para saludar una dama
o puesta en el latir del corazón,
para el protocolo de la enseña.
Desde la cima de la de la cabellera
enhiesta y poderosa,
le ha salpicado la oscura borrasca.
Sólo en la noche
reposa sobre la mesa,
junto a la bitácora
y un libro universal.

Ruedas



Llantas, ruedas, gomas.
Mientras se lavan
su oscuridad se despeja.
Hace lucir al auto
que descansa amortiguado.
La espuma del líquido jabón
la ennegrece.
Surge bella
de las aguas enjuagadoras.
Entonces un químico
industrial, las torna en deslumbrantes
diamantes de carburo.




Tejas--Tuile

Y ahora caen en mis ojos, 
a través de los cristales de las ventanas
las rojizas tejas de las viejas techumbres,
de aquel barrio de casas pedreras apiñadas.
Veo en el aire la urdimbre terroza,
de un mar de aguas ondeantes
teñidas de sangre rancia.
Lo imbricado se suelta
Ahora, en la distancia
aparecen unas y otras
separadas y flotantes.
Y así junto a las ramas del árbol,
una sola teja vuela
con su rojo broncíneo
que el sol extenuado va apagando.
Entre el espacio se ve un poco de cielo
y, detrás de algunas nubes
surgen encendidas tejas,
que anuncian crepúsculos paisajistas.

Ford negro 1948

Lo veo, con enamoramiento en 1956. Está estacionado frente al garaje de madera decrépita, con algunas tablas arrumbadas. Don Fonso era el antiguo mecánico que allí laboraba. 
El auto pertenecía al Dr. Martínez de ascendencia dominicana, que lo amaba y atesoraba. Don Fonso se ocupaba de instalarle piezas de amortiguamiento, alguna cablería y ciertas placas plateadas, paloma de cuerpo cromático y alas de cristales verdes, como pequeño mascarón de proa. También laboraba en aquellos efectos mecánicos para que el precioso auto encendiera siempre de inmediato. 
Para aquel tiempo, el pueblito de Lares, sólo contaba con una carretera de brea que nos conectaba con San Sebastían y Arecibo, de oeste a norte. Tenía, nuestro pueblito otros ramales que conducían a los once barrios. 

Los domingos, el Dr. Martínez abría las dos altas hojas del garaje, encendía el carro, emprendía la marcha lentamente y lo detenía frente al garaje para cerrar las grandes hojas. El médico le pasaba una bayeta sobre el cristal del frente, el bonete y guardalodos. Lustraba las baretas aniqueladas, los "sport light" y focos traseros.
El auto quedaba brillante.Lucía llantas de bandas blancas que contrataba con su color negro.


Se podían contar las explosiones del motor, sereno de ritmo firme. Siempre tocaba la bocina antes de salir-agu--u--u--go-. al marcharse iba suave, como si trotara sobre un pura sangre. Yo me encontraba sentado en uno de los dos podios de la entrada a la vieja Escuela Superior, que se enclavaba sobre un leve alcor. Desde allí contemplaba el Ford negro, de antena arqueada en la parte trasera. La visera que ostentaba sobre el cristal delantero, también negra y lustrosa, matizaba la bella silueta del auto. Al irse de paseo ese domingo, daba varias vueltas con el propósito de calentar su Ford y, a la vez lucirlo. Y0 disfrutaba al contemplarlo subir y bajar con sus llantas bandas blancas y el golpe seco que se oía cuando el pedal del "cloche" retrocedía súbito sin que el pie opusiera resistencia.
Al paso del Ford del 48, doblaban las vetustas campanas de la iglesia, cuya autenticidad en el sonido particular y bello como las notas de la Flauta mágica de Mozart, establecía una sinonimia de agrado al alma con el delicado auto.

Un día las campanas características y peculiares del pueblo, desaparecieron.
Desde entonces, cuando el Ford negro salía a pasear, las verdes hojas del cañaveral se inclinaban como reverencia por efecto de un viento mágico y emergía una bandada de pequeños pajaritos multicolores que nosotros llamábamos finches, parecían saludar el auto al cruzarse en vuelo por encima de su capota.

Un día estuve al hospital para un examen físico mandatorio del equipo de baloncesto. En uno de los espacios para aparcar los médicos, estaba graciosamente estacionado el Ford negro del 48. Algunos estudiantes varones, inclusive, muchachas también, se acercaron al auto, lo observaban con admiración. Una de ellas, Tata Ramírez, tocó con sus blancas y diminutas manos, los reflectores que don Fonso Gonzague, había instalado cerca de ambas ventanillas de cristal delanteras. Se manejaban las posiciones de la luz manualmente desde el interior del auto. Estos reflectores eran en forma ojival hacia atrás y circulares en su fanal, con un borde broceado simulando oro en el brocal que sujetaba los cristales tallados.Aquellos focos le daban singularidad y belleza al Ford. Era majestuosa la presencia del auto porque a diferencia de los grandes, este modelo era dos puertas de estilo deportivo.

Los jóvenes, que a través de los espejos miråbamos los interiores, nos impresionaba el lujo que se le había agregado: en el espaldar de los asientos delanteros se le preparó,en piel, un bolsillo para colocar revistas o correspondencia. 
Tenía un abanico sobre el "dash" y muchos otros artilugios.Las personas adultas que se desplazaban en busca de las medicinas, no contemplaban el automóvil, esas pasaban como si nada les interesara, sino los medicamentos. Numerosas personas venían de los campos. Siempre había allí un trajín de ciudadanos.

En aquellos tiempos, el frío calaba con intensidad. Sobre todo, en otoño e invierno. Eran tiempo de exuberante follaje, de abundante arboleda, de quebradas de cauces despejados, de gran actividad pluvial.
A veces, se presentaba el domingo nublado, gris, caliginoso y frío con chubascos intermitentes. Yo sabía que el Dr. Martínez, sacaría el carro aún bajo la lluvia. Como era una llovizna leve, me calé el sombrero negro de pescador, que me regalaron cuando estuve en el campamento Guajataca de los jóvenes escuchas. Me allegaba hasta la barrita "Pepito's Coffee Shop", cercana al garaje de don Fonso desde allí veía al médico, siempre vestido de blanco, acudir con paraguas a abrir las puertas del garaje y encender el Ford. Lo mantuvo prendido diez minutos y fue saliendo del garaje despacio, mientras el auto se mostraba en su esplendor dócil como un pinguino. Lo observé con entusiasmo pasar frente a nosotros, bajo una lluvia de ángel, ostentando la paloma cromada de alas de cristal verde hasta que desapareció en la primera curva rumbo a barrancos.

Tata Ramírez iba a escuchar misa, protegida por una sombrilla rosada. Al pasar me dijo-- ¿ Lo viste?-- Y después-- Adiós.

Comenzando la década del ' 60, el auto Ford negro del '48 y de una belleza particular, lo habían trasladado a Río Piedras. 
Dr. Martínez se instaló en esa localidad. al pueblo de Lares, a su carretera y a mi espíritu le faltaba un motivo de simpatía y de emoción.