Me dijeron unas señoras antiguas, que las santas y los aparecidos están angustiados por las muchas luces del pueblo.
Algunas noches húmedas y nubladas se ve en la cúspide del cerro de Cuba, una trémula luz verdosa.
Dicen las ancianas, que son las ánimas en retirada , tímidas y temerosas alejadas de la urbanidad, contemplando las luces de urbanizaciones y el paso abundante de los numerosos autos.
Dicen, que están tristes porque ya no pueden asustar.
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jueves, 1 de junio de 2017
domingo, 13 de marzo de 2016
Leyenda de la canela y las guayabas
" Picante es la vida, y puede que sabrosa ".
El árbol se elevaba alto y, desparramaba sus abundantes ramas, conformando un bosque él solito.
Echaba tantas frutas que el suelo a su alrededor formaba un tapiz de tono amarillento y rojizo, además despedía intenso olor, pues era de sabrosas guayabas peras.
" El árbol era un cesto de pájaros ". También un macetero de niños. Su estadio recordaba un meidán árabe, muy animado, donde siempre acudían los niños a jugar y, en tiempo de vendimia, a disfrutar de las guayabas.
Estos eran los predios de la casa pastoral. Edificación de arquitectura alemana, de tejas rojizas y balcón aireado. En su patio fronterizo se elevaba una hilera de verdes pinos. Esta casona se enclavaba sobre un hermoso alcor, frente a la carretera que conducía al pueblo.
Por aquellos años, en el pueblito existían ciertos árboles que atraían la atención de los niños. En la casa del señor Pepe Márquez se elevaba un ampuloso y alto árbol de caimitos, también un arbusto de acerolas. Eran de especial atractivos árboles de mandarinas, granadas, de toronjas que las vigilabas el mayordomo de los González quien trabajaba cuidando el ganado. Si Toño Ramos detectaba movimiento en las hojas del toronjal, que no correspondiera al efecto de la suave brisa, soltaba la ubre de la vaca y enfilaba como un proyectil rumbo a la arboleda, casi siempre agarraba a varios niños, pero si entre ellos figuraban los propios de él, entonces dejaba ir a los demás y se ocupaba de reprender a los suyos.
En el patio interior de la escuela Henry Clay habían sembrado un árbol de canela, donado por un médico hindú, casado con una lareña, Ñeta Quiñones El árbol era la curiosidad de los chicos. Les habían contado que fue traído de un lugar lejano llamado Siry Lanka, por aquel médico trigueño de aspecto triste y cabellos lacio y negro esposo de la maestra. Les atraía el hecho de que el tronco del árbol, para cierta época, espontáneamente abría su corteza y no oponía resistencia cuando los niños con sus manos intentaban despegarlas. La flor de la canela en su configuración era parecida a una margarita, pero gigante.
La iglesia presbiteriana todos los años auspiciaba la actividad de la canela, en la escuela Henry Clay. El médico hindú, Idimha Tagore se presentaba en la escuela y desarrollaba, con lenguaje sencillo, la forma como se industrializaba la canela. También se les instruía sobre la data de cómo en la India tanto el cultivo como la industrialización rudimentaria estaba en manos de la casta Shaladamha y nadie más podía trabajarla. Se le aplicaban sanciones y penalidades al que osara infringir la ley. Esta actividad educativa era gratamente acogida por los niños y se complementaba con escenas dramáticas y música por los mismos estudiantes.
Hubo una época en que el templo presbiteriano se ubicaba en una esquina del centro del pueblo. Estaba construido de mampostería y techado de cinc. Siempre volaban palomas y golondrinas en sus alrededores.
Con la predicación de la doctrina, la voz del ministro retumbaba con un fuerte eco que reverberaba en sonidos repetitivos. Este efecto hacía un tanto difícil, por lo menos para los niños entender el mensaje. Ellos giraban la cabeza buscando en el techo y las paredes, el retumbar del eco.
Los sábado la iglesia ofrecía desayuno a los muchachos que se animaban a llegar por allí.
Esto le proporcionaba una ocasión de diversión y de alegría fuera de la rigidez escolar.
Al pasar los años, creció el número de feligreses y se aprobó la construcción por el presbiterado, de un templo nuevo. Quedó modestamente bello, con patio,jardines y dos amplias plantas. Se trajo el piano que había donado un matrimonio germánico, los Sanders.
El señor Sanders se dedicaba a la compra del café y lo procesaba en el pueblo de Aguadilla.
La señora Sanders, mujer alta y seria de aspecto culta, tendría algún título universitario, pero se desconocía, se dedicaba a las labores del hogar. La señora Sanders acompañaba al piano los himnos que cantaban los feligreses. Para los días navideños, interpretaba villancicos y otras piezas navideñas.
A veces, al término del culto, ella concluía tocando alguna rapsodia húngara de Rachmaninoff. En otras ocasiones, tocaba a Beethoven.
Recuerdo que la silla que acompañaba al piano, era de tope redondo de ébano de brillantez y pulido.
Las patas emulaban las de un cóndor andino, cuyas pezuñas agarraban una bola de cristal transparente que le servía de apoyo. Cuando la señora Sanders murió el piano calló por mucho tiempo.
Las noches del pueblito olían a pan que se doraba en hornos de ladrillos con las intensas llamas de la leña traída de las fincas. Los días de sol, para la época de zafra el viento impregnaba su atmósfera con fuerte olor a caña de azúcar recién segada. También en los meses de la recogida del café, la industria productora de la harina, despedía al cielo, el aromático efluvio del café tostado.
El pastor Álvaro Morales, quien siempre presidió la iglesia, fue trasladado. Se había encariñado tanto a través de los años, que mientras permanecía vacante, volvía con mattress y cobijas a pasar entre días en el pueblito.
Una mañana apareció una joven vestida con mahones oscuros y blusa deportiva, en el pórtico de la High School " . Llevaba calzados unos patines y, la rodeaban otras adolescentes y jóvenes estudiantes. Era hermosa y bellísima, no cesaba de sonreír. Era de labios carnosos pero finamente delineados, nariz perfilada, ojos color café, cabello marrón hasta tocar sus hombros. Lucía pendientes en forma de diminutos patines en plata que destellaban a la luz de la mañana y fulguraban con el movimiento cuando su cabello con sus giros permitían verlos.
Inició una carrera en patines e inmediatamente, para sorpresa de todos se lanzó escalera abajo, recorriendo en patines los doces escalones de concreto de la entrada a la Escuela Superior. Parece que era muy virtuosa con su destreza patinando, porque siguió su carrera apoyándose en las ruedas traseras mientras las ruedas delanteras quedaban levantadas.En un momento acometió un sesgo y velozmente cruzó la calle, ocasionando que el auto que bajaba frenara. Un poco más adelante, cuando ella se detuvo, el hombre que conducía el auto, también detuvo la marcha y le dijo :
-- Preciosa tu estás acabando de nacer -- Volvió a mirarla con detenimiento, impresionado tanto por la habilidad de su patinaje como por lo bonita.
-- Mi vida debes tener cuidado, para que no sufras un accidente lamentable, mi ángel.
La joven estaba recién matriculada en la Escuela Superior. Era la hija del nuevo ministro presbiteriano. su nombre era Ada Toro.
El programa del servicio evangélico de los domingos por la mañana comenzaba a la 9:00 A.M. Con la Esc. Bíblica, para los niños. Se realizaba en la primera planta. Al mismo tiempo se iniciaba el Estudio Bíblico para los adultos, en la segunda planta.
Cuando terminaban los niños, subían a encontrarse con los adultos,quienes eran sus padres. Se formaba el caos. Salían disparados a jugar, algunos echaban trompos a bailar, otros pretendían formar el juego de las correrías. Las maestras nos esperaban con el dedo índice sobre los labios. María Serrano, una de las maestras, perseguía a los que iban a sentarse en zonas equivocadas.
Los muchachos le llamaban al cambio de los domingo, la hora de roncar. Porque cuando comenzaba el sermón, se dormían. Recuerdo que para evitar el sueño, yo había inventado un método.
Lo que el pastor afirmaba en su disertación, yo lo cambiaba o le cancelaba partes para que armonizara con mi relato.
Una vez el pastor hablaba sobre la mujer que padecía flujo de sangre. Destacaba la gran multitud que rodeaba a Jesús. No indicaba el nombre de la enferma, ni los trabajos para llegar a tocarle el manto a Jesús. A mí me evocaba esa circunstancia a Isabel la Zumba, que logró escurrirse hasta llegar donde don Luis Muñoz Marín articulaba su oratoria. Después decía :
-- Perdí el prendedor pero lo toqué.
Y se me quitó el dolor de muela.
En mi narración que murmuraba, la mujer del flujo se llamaba Isabel, dentro de la multitud le ocasionaban moretones, iba desgreñada y sudorosa, se dio una caída, empujada por la muchedumbre y, perdió un antiguo prendedor de oro, única prenda que le quedaba después de vender las demás para pagar a los médicos.
Ese domingo, cuando se entonaron los himnos, al fondo se escuchaba un precioso recorrido de las teclas del piano, que habían dormido, después de la muerte de la señora Sanders. Los ojos de los feligreses tenían un solo objetivo, la pianista que arrancaba tan melodioso acompañamiento. Pareciera que la belleza de ella se transfiguraba en la ternura de la música del piano. Aquella sublime pianista era Ada Toro.
Lo que pude colegir del rostro de Ada, si bien era majestuoso, me impresionó que asomaba una faz ominosa y esotérica. Mientras tocaba el piano, no se quitaba los espejuelos. Se hundía en un mundo particular, con una actitud circunspecta mientras ejecutaba la música.
Ada, en su interioridad, anhelaba ver al hombre que le dirigió unas palabras amables. Un día fue acompañada de dos amigas al colmadito de la esquina, cerca de la casa pastoral. Iban a comprar helados. Ada notó que el auto nuevo, un ford de 1948, de color azul oscuro y llantas blancas, estaba estacionado frente al colmado. Advierte que el conductor estaba ausente de aquel lugar. Sus amigas y ella se acercaron al auto y miraban al interior. El dueño del vehículo que había salido con unos amigos, llegó en ese momento, al bajarse se percató de que las muchachas contemplaban su automóvil.
-- ¿ Les gusta? ¿ Quieren un paseo?
Las chicas rieron y Ada se adelantó, le extendió la mano y le expresó las gracias. Ella le preguntó por su nombre.
--- me llamo Juan González, me dicen juanito -- le contestó él.
-- ¿ Y el tuyo ? --Le preguntó, Juan.
-- Ada Toro, vivo en esa casa.
Juanito miró la casa pastoral y luego la iglesia.
-- ¿ Eres hija del ministro?
Ada contestó con gesto de su cabeza y sonreía.
Eran las siete de la noche, cuando mi padre me envió a comprar pan al panadería. Yo caminaba cerca de la casa pastoral, Se oía el piano en la noche tranquila. Aquella era música clásica. Al pasar frente al colmado, vi a Janito mirando fijamente donde se originaba la música. Ya cuando regresaba con el pan, me di cuenta que Ada, desde el balcón, le hacía señas a Juanito y ambos se comunicaban con aquel lenguaje de signos manuales.
A Juan le llamaban el Negro Caña. Era hombre de buen vestir, orgulloso y un lince. se dedicaba a la venta de automóviles. Al transcurrir tres meses, en Lares se conocía del romance entre Ada y el Negro Caña. Dicho romance había provocado una anomalía en el seno del hogar de la familia cristiana, Juan era casado. Los feligreses padecían, para entonces, un bochorno colectivo. El amorío trajo trastorno y crisis emocional tanto a la familia Toro, como a la familia González Galarza.
Llegó el momento en que dos golpes de adversidad, destruían los cimientos de la familia Toro.
El reverendo quedó paralítico y Ada embarazada. Después la familia Toro se trasladó a Boquerón. El Negro Caña embarcó hacia Estados Unidos, Desapareció el ambiente de zozobra y terminaron los infortunios.
Eran tiempos nuevos. Una generación de jóvenes quiso innovar la iglesia. Sacaron los largos bancos de caoba de valor histórico, pues los había fabricado un reputado ebanista en la década del cuarenta. Los arrumbaron en la intemperie donde la acción de los elementos del deterioro los pudrió. Le tocó el mismo destino al piano que había donado la señora Sanders. En su lugar trajeron cornetas, bajo, panderetas, bongoces, maracas, etc. Para sentarse, usaron sillas desplegables metálicas.
Cambiaron el púlpito hacia el costado del templo. Anularon los viejos himnarios y trajeron nuevos himnos parecidos al reguetón.
Los antiguos feligreses comenzaron el camino de alejarse de la iglesia. El malestar iba tomando proporciones alarmantes. Cierto día el joven pastor junto a los jóvenes del snobismo, se desprendieron y formaron institución aparte.
Lo que no pudieron innovar fueron los viejos preceptos bíblicos ni la forma paupérrima en que nació Jesús.
El árbol se elevaba alto y, desparramaba sus abundantes ramas, conformando un bosque él solito.
Echaba tantas frutas que el suelo a su alrededor formaba un tapiz de tono amarillento y rojizo, además despedía intenso olor, pues era de sabrosas guayabas peras.
" El árbol era un cesto de pájaros ". También un macetero de niños. Su estadio recordaba un meidán árabe, muy animado, donde siempre acudían los niños a jugar y, en tiempo de vendimia, a disfrutar de las guayabas.
Estos eran los predios de la casa pastoral. Edificación de arquitectura alemana, de tejas rojizas y balcón aireado. En su patio fronterizo se elevaba una hilera de verdes pinos. Esta casona se enclavaba sobre un hermoso alcor, frente a la carretera que conducía al pueblo.
Por aquellos años, en el pueblito existían ciertos árboles que atraían la atención de los niños. En la casa del señor Pepe Márquez se elevaba un ampuloso y alto árbol de caimitos, también un arbusto de acerolas. Eran de especial atractivos árboles de mandarinas, granadas, de toronjas que las vigilabas el mayordomo de los González quien trabajaba cuidando el ganado. Si Toño Ramos detectaba movimiento en las hojas del toronjal, que no correspondiera al efecto de la suave brisa, soltaba la ubre de la vaca y enfilaba como un proyectil rumbo a la arboleda, casi siempre agarraba a varios niños, pero si entre ellos figuraban los propios de él, entonces dejaba ir a los demás y se ocupaba de reprender a los suyos.
En el patio interior de la escuela Henry Clay habían sembrado un árbol de canela, donado por un médico hindú, casado con una lareña, Ñeta Quiñones El árbol era la curiosidad de los chicos. Les habían contado que fue traído de un lugar lejano llamado Siry Lanka, por aquel médico trigueño de aspecto triste y cabellos lacio y negro esposo de la maestra. Les atraía el hecho de que el tronco del árbol, para cierta época, espontáneamente abría su corteza y no oponía resistencia cuando los niños con sus manos intentaban despegarlas. La flor de la canela en su configuración era parecida a una margarita, pero gigante.
La iglesia presbiteriana todos los años auspiciaba la actividad de la canela, en la escuela Henry Clay. El médico hindú, Idimha Tagore se presentaba en la escuela y desarrollaba, con lenguaje sencillo, la forma como se industrializaba la canela. También se les instruía sobre la data de cómo en la India tanto el cultivo como la industrialización rudimentaria estaba en manos de la casta Shaladamha y nadie más podía trabajarla. Se le aplicaban sanciones y penalidades al que osara infringir la ley. Esta actividad educativa era gratamente acogida por los niños y se complementaba con escenas dramáticas y música por los mismos estudiantes.
Hubo una época en que el templo presbiteriano se ubicaba en una esquina del centro del pueblo. Estaba construido de mampostería y techado de cinc. Siempre volaban palomas y golondrinas en sus alrededores.
Con la predicación de la doctrina, la voz del ministro retumbaba con un fuerte eco que reverberaba en sonidos repetitivos. Este efecto hacía un tanto difícil, por lo menos para los niños entender el mensaje. Ellos giraban la cabeza buscando en el techo y las paredes, el retumbar del eco.
Los sábado la iglesia ofrecía desayuno a los muchachos que se animaban a llegar por allí.
Esto le proporcionaba una ocasión de diversión y de alegría fuera de la rigidez escolar.
Al pasar los años, creció el número de feligreses y se aprobó la construcción por el presbiterado, de un templo nuevo. Quedó modestamente bello, con patio,jardines y dos amplias plantas. Se trajo el piano que había donado un matrimonio germánico, los Sanders.
El señor Sanders se dedicaba a la compra del café y lo procesaba en el pueblo de Aguadilla.
La señora Sanders, mujer alta y seria de aspecto culta, tendría algún título universitario, pero se desconocía, se dedicaba a las labores del hogar. La señora Sanders acompañaba al piano los himnos que cantaban los feligreses. Para los días navideños, interpretaba villancicos y otras piezas navideñas.
A veces, al término del culto, ella concluía tocando alguna rapsodia húngara de Rachmaninoff. En otras ocasiones, tocaba a Beethoven.
Recuerdo que la silla que acompañaba al piano, era de tope redondo de ébano de brillantez y pulido.
Las patas emulaban las de un cóndor andino, cuyas pezuñas agarraban una bola de cristal transparente que le servía de apoyo. Cuando la señora Sanders murió el piano calló por mucho tiempo.
Las noches del pueblito olían a pan que se doraba en hornos de ladrillos con las intensas llamas de la leña traída de las fincas. Los días de sol, para la época de zafra el viento impregnaba su atmósfera con fuerte olor a caña de azúcar recién segada. También en los meses de la recogida del café, la industria productora de la harina, despedía al cielo, el aromático efluvio del café tostado.
El pastor Álvaro Morales, quien siempre presidió la iglesia, fue trasladado. Se había encariñado tanto a través de los años, que mientras permanecía vacante, volvía con mattress y cobijas a pasar entre días en el pueblito.
Una mañana apareció una joven vestida con mahones oscuros y blusa deportiva, en el pórtico de la High School " . Llevaba calzados unos patines y, la rodeaban otras adolescentes y jóvenes estudiantes. Era hermosa y bellísima, no cesaba de sonreír. Era de labios carnosos pero finamente delineados, nariz perfilada, ojos color café, cabello marrón hasta tocar sus hombros. Lucía pendientes en forma de diminutos patines en plata que destellaban a la luz de la mañana y fulguraban con el movimiento cuando su cabello con sus giros permitían verlos.
Inició una carrera en patines e inmediatamente, para sorpresa de todos se lanzó escalera abajo, recorriendo en patines los doces escalones de concreto de la entrada a la Escuela Superior. Parece que era muy virtuosa con su destreza patinando, porque siguió su carrera apoyándose en las ruedas traseras mientras las ruedas delanteras quedaban levantadas.En un momento acometió un sesgo y velozmente cruzó la calle, ocasionando que el auto que bajaba frenara. Un poco más adelante, cuando ella se detuvo, el hombre que conducía el auto, también detuvo la marcha y le dijo :
-- Preciosa tu estás acabando de nacer -- Volvió a mirarla con detenimiento, impresionado tanto por la habilidad de su patinaje como por lo bonita.
-- Mi vida debes tener cuidado, para que no sufras un accidente lamentable, mi ángel.
La joven estaba recién matriculada en la Escuela Superior. Era la hija del nuevo ministro presbiteriano. su nombre era Ada Toro.
El programa del servicio evangélico de los domingos por la mañana comenzaba a la 9:00 A.M. Con la Esc. Bíblica, para los niños. Se realizaba en la primera planta. Al mismo tiempo se iniciaba el Estudio Bíblico para los adultos, en la segunda planta.
Cuando terminaban los niños, subían a encontrarse con los adultos,quienes eran sus padres. Se formaba el caos. Salían disparados a jugar, algunos echaban trompos a bailar, otros pretendían formar el juego de las correrías. Las maestras nos esperaban con el dedo índice sobre los labios. María Serrano, una de las maestras, perseguía a los que iban a sentarse en zonas equivocadas.
Los muchachos le llamaban al cambio de los domingo, la hora de roncar. Porque cuando comenzaba el sermón, se dormían. Recuerdo que para evitar el sueño, yo había inventado un método.
Lo que el pastor afirmaba en su disertación, yo lo cambiaba o le cancelaba partes para que armonizara con mi relato.
Una vez el pastor hablaba sobre la mujer que padecía flujo de sangre. Destacaba la gran multitud que rodeaba a Jesús. No indicaba el nombre de la enferma, ni los trabajos para llegar a tocarle el manto a Jesús. A mí me evocaba esa circunstancia a Isabel la Zumba, que logró escurrirse hasta llegar donde don Luis Muñoz Marín articulaba su oratoria. Después decía :
-- Perdí el prendedor pero lo toqué.
Y se me quitó el dolor de muela.
En mi narración que murmuraba, la mujer del flujo se llamaba Isabel, dentro de la multitud le ocasionaban moretones, iba desgreñada y sudorosa, se dio una caída, empujada por la muchedumbre y, perdió un antiguo prendedor de oro, única prenda que le quedaba después de vender las demás para pagar a los médicos.
Ese domingo, cuando se entonaron los himnos, al fondo se escuchaba un precioso recorrido de las teclas del piano, que habían dormido, después de la muerte de la señora Sanders. Los ojos de los feligreses tenían un solo objetivo, la pianista que arrancaba tan melodioso acompañamiento. Pareciera que la belleza de ella se transfiguraba en la ternura de la música del piano. Aquella sublime pianista era Ada Toro.
Lo que pude colegir del rostro de Ada, si bien era majestuoso, me impresionó que asomaba una faz ominosa y esotérica. Mientras tocaba el piano, no se quitaba los espejuelos. Se hundía en un mundo particular, con una actitud circunspecta mientras ejecutaba la música.
Ada, en su interioridad, anhelaba ver al hombre que le dirigió unas palabras amables. Un día fue acompañada de dos amigas al colmadito de la esquina, cerca de la casa pastoral. Iban a comprar helados. Ada notó que el auto nuevo, un ford de 1948, de color azul oscuro y llantas blancas, estaba estacionado frente al colmado. Advierte que el conductor estaba ausente de aquel lugar. Sus amigas y ella se acercaron al auto y miraban al interior. El dueño del vehículo que había salido con unos amigos, llegó en ese momento, al bajarse se percató de que las muchachas contemplaban su automóvil.
-- ¿ Les gusta? ¿ Quieren un paseo?
Las chicas rieron y Ada se adelantó, le extendió la mano y le expresó las gracias. Ella le preguntó por su nombre.
--- me llamo Juan González, me dicen juanito -- le contestó él.
-- ¿ Y el tuyo ? --Le preguntó, Juan.
-- Ada Toro, vivo en esa casa.
Juanito miró la casa pastoral y luego la iglesia.
-- ¿ Eres hija del ministro?
Ada contestó con gesto de su cabeza y sonreía.
Eran las siete de la noche, cuando mi padre me envió a comprar pan al panadería. Yo caminaba cerca de la casa pastoral, Se oía el piano en la noche tranquila. Aquella era música clásica. Al pasar frente al colmado, vi a Janito mirando fijamente donde se originaba la música. Ya cuando regresaba con el pan, me di cuenta que Ada, desde el balcón, le hacía señas a Juanito y ambos se comunicaban con aquel lenguaje de signos manuales.
A Juan le llamaban el Negro Caña. Era hombre de buen vestir, orgulloso y un lince. se dedicaba a la venta de automóviles. Al transcurrir tres meses, en Lares se conocía del romance entre Ada y el Negro Caña. Dicho romance había provocado una anomalía en el seno del hogar de la familia cristiana, Juan era casado. Los feligreses padecían, para entonces, un bochorno colectivo. El amorío trajo trastorno y crisis emocional tanto a la familia Toro, como a la familia González Galarza.
Llegó el momento en que dos golpes de adversidad, destruían los cimientos de la familia Toro.
El reverendo quedó paralítico y Ada embarazada. Después la familia Toro se trasladó a Boquerón. El Negro Caña embarcó hacia Estados Unidos, Desapareció el ambiente de zozobra y terminaron los infortunios.
Eran tiempos nuevos. Una generación de jóvenes quiso innovar la iglesia. Sacaron los largos bancos de caoba de valor histórico, pues los había fabricado un reputado ebanista en la década del cuarenta. Los arrumbaron en la intemperie donde la acción de los elementos del deterioro los pudrió. Le tocó el mismo destino al piano que había donado la señora Sanders. En su lugar trajeron cornetas, bajo, panderetas, bongoces, maracas, etc. Para sentarse, usaron sillas desplegables metálicas.
Cambiaron el púlpito hacia el costado del templo. Anularon los viejos himnarios y trajeron nuevos himnos parecidos al reguetón.
Los antiguos feligreses comenzaron el camino de alejarse de la iglesia. El malestar iba tomando proporciones alarmantes. Cierto día el joven pastor junto a los jóvenes del snobismo, se desprendieron y formaron institución aparte.
Lo que no pudieron innovar fueron los viejos preceptos bíblicos ni la forma paupérrima en que nació Jesús.
martes, 20 de enero de 2015
Leyenda del barbero Juan Nieves
Vestía como un auténtico médico. Una bata blanca, inmaculada, planchada al vapor en la lavandería de Layo. Sobre el bolsillo del lado del corazón, asomaban las puntas de una peinilla juncal, fabricada de astas de toro y, una tijera de plata traída de Tasco. Bajo el alba impoluta que vestía, a la altura del cuello de camisa, comenzaba a verse su inseparable corbata. A veces exhibía las favoritas: una chalina con el diseño de una tijera, otras, que ostentaba la figura de un cazador junto a su lebrel. Porque además, Juan Nieves practicaba el deporte de los nobles.
Tenía un lobanillo en la parte alta del cuello, del tamaño de una canica grande ( que en Lares llamamos bolón ). El doctor Alchécar le había diagnosticado que no era un quiste adiposo, sino un absceso de calcio. Le preguntó algunos pormenores con relación al divieso : si le dolía.
No le dolía.
¿ Cuánto tiempo tenía de haber aparecido ?
Tres años.
Si notaba crecimiento,
No. Siempre está igual.
Mira Juan, como tu lo disimula muy bien, porque lo ocultas con el
cabello, dejándole en cima una guedeja, pues no se nota.
Yo en verdad, sobre la piel nunca conocí un forúnculo de calcio.
Entonces Juan Nieves le contó una anécdota muy particular :
Yo tuve una amante haitiana. Era una mujer blanca, nacida en Haití, pero de padres oriundos de Trinidad. En cierta ocasión me mordió en ese lugar. Lo hizo según me dijera, con la boca ahíta de leche de cabra. Yo sentí con dolor, cuando hirió el cuello con los incisivos y derramó los borbotones lácteos que se mezclaron con la sangre y mancharon mi camisa.
Cuando le pregunté por esa reacción, me dijo :
Es para que te sientas siempre esclavo de la pasión sensual y mientras
viva seré yo tu consuelo.
El Dr. Alchécar pensó que algunas cosas no tenían explicación científica. Sólo le preguntó :
La señora, ¿ Vive ?
No.
¿ Ya no te perturba ese escozor ?
Siempre tengo que andar buscando cómo apagar esa pasión.
La barbería de Juan Nieves hacía su presencia al comienzo de una suave pendiente que conducía a la plaza de la revolución. Subiendo hacia el pueblo, a mano derecha en la primera planta de una vieja casa de madera de dos pisos. Tenía dos asientos para la faena de de barbería. Uno para los pobres y el de Juan , que recortaba a la clase media y los ricos del pueblo y por supuesto, a los profesionales de la pequeña ciudad.
Se notaba un contraste entre la instancia del compañero barbero, Primo Román y el sitio de Juan Nieves. A la entrada de la barbería, el primer asiento era el de Juan Nieves. Éste aunque se le podía clasificar de poltrona clásica, lucía nueva, tapizada de piel roja, con sus bordes cromiados. Los brazos eran de delicadas láminas de mármol blanco, rematados en lustrado metal plateado. El soporte para el cuello era de piel oscura con revestimiento en los bordes, de acero inoxidables y, en la faz trasera lucía las iniciales J. N. también en forma plateadas. La base era una pieza espectacular, de metal revestido de porcelana blanca translúcida, alrededor de la cual aparecían dibujadas aquellas figuras de escenas del Quijote, entre ellas, la bacía de barbero antiguo, que don Quijote usaba como yelmo. Aquellos dibujos eran de color rosado. Juan Nieves era un admirador de esta excepcional obra literaria, no había leído otro libro en su vida. pero don Quijote de la Mancha, era parte de su escasa conversación al final de su jornada de trabajo diario.
Cuando se reunía, con las puertas de la barbería juntadas, con su barbero Primo Román y el mejor guitarrista de Lares, Rafael el de Pilín, y Luis el gaucho, que cantaba sólo tangos e imitaba al morocho Carlos Gardel. Por allí se allegaba -- cuando no estaba recogiendo tomates en E. U., Javier Nieves Alcover ( el Germán Vázquez lareño ), le decían. Javier era un bolerista de voz exquisita.
De un botiquín Juan Nieves obtenía dos botellas o pintas de ron y de whisky. Naturalmente el whisky lo escanciaba él, el agua ardiente lo tomaban los demás. Al compás de las notas de la guitarra, los boleros y los tangos, transcurría la charla. Era casi siempre dos horas largas de música y conversaciones. Allí se le escapaban a Juan Nieves algunas alusiones al Quijote. Para sus compañeros de penumbra, aquellas referencias les caían como antiguos dichos ungidos de misteriosos pasajes que emergían de unas dimensiones extrañas de la vida.
Una vez dijo : en ese libro se trata al barbero con consideración y respeto. Como alguien que puede estar representando a la sociedad con una función de responsabilidad simbolizando altos valores. En un momento dado, se reúnen en casa de don Quijote, para eliminar los libros que habían influido en el desarrollo de la locura del caballero hidalgo -- mi hijo que es catedrático-- me dijo que esa escena representa una crítica literaria. Se determinó hacer una hoguera fuera de la casa y quemarlos. El barbero que se llamaba maese Nicolás, ayuda al cura en la selección de aquellos libros que merecían ser quemados por sus pocos méritos y es el barbero quien salva la novela Amadís de Gaula, refiriendo rasgos de su grandeza y el cura hombre instruido, acepta las razones del barbero. Luego en otra ocasión, el barbero maese Nicolás hace galas del ingenio de su sentido del humor y ayuda en el examen del grado de locura que padece don Quijote, cuando ya lo creían sano y cuerdo. Admiro ese libro porque le atribuyen al barbero nobles virtudes y lo hacen acompañar a tan grandiosa obra literaria. Los acompañantes de bohemia de Juan Nieves quedaban bobos, retraídos, como padeciendo memez.
Cuando Juan Nieves iba a referir anécdotas de mujeres, para que los amigos de la bohemia le acompañaran los recuerdos con canciones que tocaban temas semejantes, se oyeron unos aldabonazos leves sobre la puerta. Juan Nieves se acercó y al entreabrir las hojas, vio la figura de Frank Méndez y su famoso cuatro :
Entra Frank y jíncate un palo de Palo Viejo, para que enciendas esa
joyita que trina mejor que los ruiseñores.
La bohemia se animó con la música del virtuoso cuatrista. Juan Nieves narró sus breves historias de amores desvanecidos y, Javier Nieves con sus boleros y Luis el gaucho con alusivos tangos matizaron la romántica bohemia. Después Frank Méndez interpretó al cuatro la habanera La paloma.
Eran las diez de la mañana del otro día, cuando Juan Nieves estaba en plena faena en su oficio de barbero. Frente a la barbería se ubicaba la tienda de zapatos y ropas Vidal Hermanos. El gerente general, Mayán Alvarado, observaba desde dentro del comercio a Juan Nieves en su labor y comentaba a su cajera :
Mira Carmen, Juan se pasa más la brocha de quitar pelos sobre su
bata, que por el cuello del cliente. Además, míralo, se toma un
momento para lustrarse los zapatos. No sé para qué lleva una tijera
en el bolsillo de la bata, si él nunca la usa.
Mayán, contestó Carmen, todos conocen lo meticuloso y la pulcritud
de Juan Nieves. La tijera es un distintivo, una prenda de plata que le
acompaña, es para lucirla.
Mayán fue atender una llamada telefónica de algún cliente. Frente a la tienda Vidal Hermanos y frente a la barbería subían y bajaban muchas personas, pues era una época en que el comercio se mostraba vivo y próspero.
Juan Nieves visitaba ciertos campos a los cuales iba a cazar con su acostumbrado compañero de caza, Pepe Márquez, un rico hacendado de Lares. En cierta ocasión, por aquellos campos conoció una señora joven y viuda. al pasar un tiempo, en que ambos se amaban, la mujer cuyo nombre era Isabel Reyes, le colgó una hamaca en la pequeña terraza, con vista a una rumorosa quebrada donde Isabel iba a lavar ropa. Allí dormía Juan Nieves las siestas y pasaba las pocas horas de descanso los fines de semanas. Cuando despertaba de la siesta aquellos domingo, Isabel le sintonizaba un pequeño radio que poseía, en el cuadrante de la vieja emisora, W. M. I. A., de Arecibo, para que se deleitara de la romántica música. Isabel le traía una taza de aromático café negro y después ensayaban un apasionado romance en el vaivén de la hamaca.
Tenía un lobanillo en la parte alta del cuello, del tamaño de una canica grande ( que en Lares llamamos bolón ). El doctor Alchécar le había diagnosticado que no era un quiste adiposo, sino un absceso de calcio. Le preguntó algunos pormenores con relación al divieso : si le dolía.
No le dolía.
¿ Cuánto tiempo tenía de haber aparecido ?
Tres años.
Si notaba crecimiento,
No. Siempre está igual.
Mira Juan, como tu lo disimula muy bien, porque lo ocultas con el
cabello, dejándole en cima una guedeja, pues no se nota.
Yo en verdad, sobre la piel nunca conocí un forúnculo de calcio.
Entonces Juan Nieves le contó una anécdota muy particular :
Yo tuve una amante haitiana. Era una mujer blanca, nacida en Haití, pero de padres oriundos de Trinidad. En cierta ocasión me mordió en ese lugar. Lo hizo según me dijera, con la boca ahíta de leche de cabra. Yo sentí con dolor, cuando hirió el cuello con los incisivos y derramó los borbotones lácteos que se mezclaron con la sangre y mancharon mi camisa.
Cuando le pregunté por esa reacción, me dijo :
Es para que te sientas siempre esclavo de la pasión sensual y mientras
viva seré yo tu consuelo.
El Dr. Alchécar pensó que algunas cosas no tenían explicación científica. Sólo le preguntó :
La señora, ¿ Vive ?
No.
¿ Ya no te perturba ese escozor ?
Siempre tengo que andar buscando cómo apagar esa pasión.
La barbería de Juan Nieves hacía su presencia al comienzo de una suave pendiente que conducía a la plaza de la revolución. Subiendo hacia el pueblo, a mano derecha en la primera planta de una vieja casa de madera de dos pisos. Tenía dos asientos para la faena de de barbería. Uno para los pobres y el de Juan , que recortaba a la clase media y los ricos del pueblo y por supuesto, a los profesionales de la pequeña ciudad.
Se notaba un contraste entre la instancia del compañero barbero, Primo Román y el sitio de Juan Nieves. A la entrada de la barbería, el primer asiento era el de Juan Nieves. Éste aunque se le podía clasificar de poltrona clásica, lucía nueva, tapizada de piel roja, con sus bordes cromiados. Los brazos eran de delicadas láminas de mármol blanco, rematados en lustrado metal plateado. El soporte para el cuello era de piel oscura con revestimiento en los bordes, de acero inoxidables y, en la faz trasera lucía las iniciales J. N. también en forma plateadas. La base era una pieza espectacular, de metal revestido de porcelana blanca translúcida, alrededor de la cual aparecían dibujadas aquellas figuras de escenas del Quijote, entre ellas, la bacía de barbero antiguo, que don Quijote usaba como yelmo. Aquellos dibujos eran de color rosado. Juan Nieves era un admirador de esta excepcional obra literaria, no había leído otro libro en su vida. pero don Quijote de la Mancha, era parte de su escasa conversación al final de su jornada de trabajo diario.
Cuando se reunía, con las puertas de la barbería juntadas, con su barbero Primo Román y el mejor guitarrista de Lares, Rafael el de Pilín, y Luis el gaucho, que cantaba sólo tangos e imitaba al morocho Carlos Gardel. Por allí se allegaba -- cuando no estaba recogiendo tomates en E. U., Javier Nieves Alcover ( el Germán Vázquez lareño ), le decían. Javier era un bolerista de voz exquisita.
De un botiquín Juan Nieves obtenía dos botellas o pintas de ron y de whisky. Naturalmente el whisky lo escanciaba él, el agua ardiente lo tomaban los demás. Al compás de las notas de la guitarra, los boleros y los tangos, transcurría la charla. Era casi siempre dos horas largas de música y conversaciones. Allí se le escapaban a Juan Nieves algunas alusiones al Quijote. Para sus compañeros de penumbra, aquellas referencias les caían como antiguos dichos ungidos de misteriosos pasajes que emergían de unas dimensiones extrañas de la vida.
Una vez dijo : en ese libro se trata al barbero con consideración y respeto. Como alguien que puede estar representando a la sociedad con una función de responsabilidad simbolizando altos valores. En un momento dado, se reúnen en casa de don Quijote, para eliminar los libros que habían influido en el desarrollo de la locura del caballero hidalgo -- mi hijo que es catedrático-- me dijo que esa escena representa una crítica literaria. Se determinó hacer una hoguera fuera de la casa y quemarlos. El barbero que se llamaba maese Nicolás, ayuda al cura en la selección de aquellos libros que merecían ser quemados por sus pocos méritos y es el barbero quien salva la novela Amadís de Gaula, refiriendo rasgos de su grandeza y el cura hombre instruido, acepta las razones del barbero. Luego en otra ocasión, el barbero maese Nicolás hace galas del ingenio de su sentido del humor y ayuda en el examen del grado de locura que padece don Quijote, cuando ya lo creían sano y cuerdo. Admiro ese libro porque le atribuyen al barbero nobles virtudes y lo hacen acompañar a tan grandiosa obra literaria. Los acompañantes de bohemia de Juan Nieves quedaban bobos, retraídos, como padeciendo memez.
Cuando Juan Nieves iba a referir anécdotas de mujeres, para que los amigos de la bohemia le acompañaran los recuerdos con canciones que tocaban temas semejantes, se oyeron unos aldabonazos leves sobre la puerta. Juan Nieves se acercó y al entreabrir las hojas, vio la figura de Frank Méndez y su famoso cuatro :
Entra Frank y jíncate un palo de Palo Viejo, para que enciendas esa
joyita que trina mejor que los ruiseñores.
La bohemia se animó con la música del virtuoso cuatrista. Juan Nieves narró sus breves historias de amores desvanecidos y, Javier Nieves con sus boleros y Luis el gaucho con alusivos tangos matizaron la romántica bohemia. Después Frank Méndez interpretó al cuatro la habanera La paloma.
Eran las diez de la mañana del otro día, cuando Juan Nieves estaba en plena faena en su oficio de barbero. Frente a la barbería se ubicaba la tienda de zapatos y ropas Vidal Hermanos. El gerente general, Mayán Alvarado, observaba desde dentro del comercio a Juan Nieves en su labor y comentaba a su cajera :
Mira Carmen, Juan se pasa más la brocha de quitar pelos sobre su
bata, que por el cuello del cliente. Además, míralo, se toma un
momento para lustrarse los zapatos. No sé para qué lleva una tijera
en el bolsillo de la bata, si él nunca la usa.
Mayán, contestó Carmen, todos conocen lo meticuloso y la pulcritud
de Juan Nieves. La tijera es un distintivo, una prenda de plata que le
acompaña, es para lucirla.
Mayán fue atender una llamada telefónica de algún cliente. Frente a la tienda Vidal Hermanos y frente a la barbería subían y bajaban muchas personas, pues era una época en que el comercio se mostraba vivo y próspero.
Juan Nieves visitaba ciertos campos a los cuales iba a cazar con su acostumbrado compañero de caza, Pepe Márquez, un rico hacendado de Lares. En cierta ocasión, por aquellos campos conoció una señora joven y viuda. al pasar un tiempo, en que ambos se amaban, la mujer cuyo nombre era Isabel Reyes, le colgó una hamaca en la pequeña terraza, con vista a una rumorosa quebrada donde Isabel iba a lavar ropa. Allí dormía Juan Nieves las siestas y pasaba las pocas horas de descanso los fines de semanas. Cuando despertaba de la siesta aquellos domingo, Isabel le sintonizaba un pequeño radio que poseía, en el cuadrante de la vieja emisora, W. M. I. A., de Arecibo, para que se deleitara de la romántica música. Isabel le traía una taza de aromático café negro y después ensayaban un apasionado romance en el vaivén de la hamaca.
martes, 11 de noviembre de 2014
Leyenda de la Valentina
George Sand, cuyo auténtico nombre era Aurora Dupin, escribió, en la 2da. mitad del siglo XIX, la novela Valentina.
A la niña le atraían los romeros. Estos crecían a orilla de las frescas aguas de la quebrada y, esparcían su delicada aroma por la penumbrosa rivera. Ella se entretenía coleccionando flores azules y lilas en la pequeña canastilla de mimbre, cerca de su madre que lavaba ropa en la corriente, entre peñas del sector llamado los Pilones.
-- No te alejes-- le gritaba la madre.
A veces, rumbo a las plantas más floridas, pisaba sobre una piedra cubierta de musgo, perdía balance y caía. El agua le salpicaba todo el vestido, pero ella estallaba en risa mientras su madre corría preocupada hacia su infanta.
Cerca de donde lavaba ropa la madre de la chica y otras lavanderas, se ensanchaba un vado y, más abajo, después de un salto de corriente, se había creado un atractivo depósito de agua que formaba una piscina natural. Todavía ese bonito y agradable lugar carecía de nombre, pero por entonces, se conocía por una sustantivación genérica : el Charco.
A los niños se les prohibía acercarse a sus orillas, pues su hondura era temible. Cuentan que en época de lluvias, donde se precipitaba el salto, se formaba un remolino al cual le decían " un ojo de sumidero ". Los jóvenes y adultos en sus acostumbrados baños, evitaban acercarse al ojo del remolino.
Mientras las personas y muchachada nadaban disfrutando de la estada en el río, se podían ver los martinetes sobre las piedras, los falcones cruzando raudos entre las guabas, árboles de ramas extensas que protegían el cafetal de los estragos del sol -- para aquella época esa especie era la única que se plantaba. Se escuchaban pitirres, vienteveos, a veces, hasta búhos, también se oían las reinitas y los mozambiques alrededor del Charco.
No importaban que los días fueran calurosos, el ambiente en el Charco era fresco pues la espesura de árboles y arbustos se extendía en follaje tupido. Para aquellos tiempos, los ruidos resultaban escasos, se vivía en tranquilidad, pero el sector del río mostraba un ambiente de silencio abacial. Solamente se oía la música de la corriente de las aguas por los meandros, al choque con las rocas de granito y la caída por los altibajos del cauce.
Los varoncitos siempre se escapaban y llegaban al Charco a disfrutar de la fiesta del natatorio. Pero aquella actividad de natación no era solamente diversión y deporte, sino que también constituía un momento de aseo corporal. En las niñas el vedo era duramente estricto. Ellas mismas crecían con la convicción de que constituía una cuestión de moralidad y, no osaban visitar el Charco.
Cuando Aurora, que así se llamaba aquella infanta que gustaba de recoger romeros en la rivera, donde su madre restregaba la ropa, cumplió doce años, mostraba ya un espíritu manumiso. En cierta manera de carácter rebelde y antojadiza con actitudes desenvueltas.
Las primeras veces que Aurora fue al Charco, se escapaba vestida de varón, con su cabello pelirrojo oculto bajo un bonete marrón. En el interior del mahón llevaba un pantaloncito corto para sumergirse y nadar. Siempre estuvo rodeada de niños que la querían y respetaban. Pero no abandonó su predilección por recoger las flores de romero, que las tenía siempre frescas en un humilde florero de cristal, al lado de su catre.
Había un gran peñón sobresaliente en una pared de tierra que se abocaba hacia el Charco. Hasta allí subían los varones más arrojados y saltaban de pie o de cabeza a la profundidad del río. Pero nadie lo ejecutaba con más gracia que Aurora que se lanzaba dando volteretas.
Cuando Aurora iba a cumplir 16 años ya ella había adquirido el epíteto de la Valentina, por la forma que trepaba a los árboles más elevados a desgarrar baquetas de guamá, por lo intrépida saltando del peñón, por vestir distinta a las demás niñas y por ser líder entre los varones. Además por la atrevida forma de esconderse hundida en el ojo del remolino.
Cerca de esa fecha, decidió ella visitar el Charco para bañarse desnuda. Escogió un momento en que el lugar estaba desierto. Cuentan que por esos días hubo inmensos aguaceros. Allí estaba Valentina ofreciendo sus hermosas formas a las turbias aguas del Charco. Las aguas no podían verla porque estaban ciegas del color terroso del barro que arrastraba la corriente precipitada por el cauce. En un momento dado, quiso Valentina limpiarse las adherencias del lodo bajo el chorro que formaba el remolino con su fuerte caída. Nadó con la confianza acostumbrada hasta el ojo del remolino, pero en ese instante tal como ocurren las desgracias, un tronco con gruesas ramas que venía arrastrando la gran corriente, cayó con estropicio y fortaleza impactándole la cabeza y atrapando uno de sus brazos y sin poder zafarse y aturdida se fue al fondo ya sin aire.
Al otro día su cuerpo flotaba exánime y reposado a orilla del Charco. Los primeros muchachos vieron su cuerpo desnudo con algunas minúsculas flores de romero lilas y azules, que parecían rendirle honores acariciando su rostro en el temblor de las aguas.
Los muchachos escandalizados pudieron domeñar el susto y taparon el cuerpo con la ropa que ella apilara sobre las hierbas.
Pasaron muchos años de la primera mujer que pereció ahogada en la Valentina, nombre del charco o poza natural, adquirido después de la trágica desaparición de Aurora la Valentina.
Otra muchacha muy bonita,de rostro circular y cejas arqueadas, de atractivo cuerpo; llamada Luma Romero también fue a ofrecer su vida en la Valentina. La gente atribuye motivos legendarios. Dicen que el apellido Romero incidió para que el espíritu de Aurora la Valentina, entretuviera a Luma y la confundiera con sus volteretas desde el peñón, hasta atraerla al ojo del remolino donde también pereció en sus aguas convulsas.
A la niña le atraían los romeros. Estos crecían a orilla de las frescas aguas de la quebrada y, esparcían su delicada aroma por la penumbrosa rivera. Ella se entretenía coleccionando flores azules y lilas en la pequeña canastilla de mimbre, cerca de su madre que lavaba ropa en la corriente, entre peñas del sector llamado los Pilones.
-- No te alejes-- le gritaba la madre.
A veces, rumbo a las plantas más floridas, pisaba sobre una piedra cubierta de musgo, perdía balance y caía. El agua le salpicaba todo el vestido, pero ella estallaba en risa mientras su madre corría preocupada hacia su infanta.
Cerca de donde lavaba ropa la madre de la chica y otras lavanderas, se ensanchaba un vado y, más abajo, después de un salto de corriente, se había creado un atractivo depósito de agua que formaba una piscina natural. Todavía ese bonito y agradable lugar carecía de nombre, pero por entonces, se conocía por una sustantivación genérica : el Charco.
A los niños se les prohibía acercarse a sus orillas, pues su hondura era temible. Cuentan que en época de lluvias, donde se precipitaba el salto, se formaba un remolino al cual le decían " un ojo de sumidero ". Los jóvenes y adultos en sus acostumbrados baños, evitaban acercarse al ojo del remolino.
Mientras las personas y muchachada nadaban disfrutando de la estada en el río, se podían ver los martinetes sobre las piedras, los falcones cruzando raudos entre las guabas, árboles de ramas extensas que protegían el cafetal de los estragos del sol -- para aquella época esa especie era la única que se plantaba. Se escuchaban pitirres, vienteveos, a veces, hasta búhos, también se oían las reinitas y los mozambiques alrededor del Charco.
No importaban que los días fueran calurosos, el ambiente en el Charco era fresco pues la espesura de árboles y arbustos se extendía en follaje tupido. Para aquellos tiempos, los ruidos resultaban escasos, se vivía en tranquilidad, pero el sector del río mostraba un ambiente de silencio abacial. Solamente se oía la música de la corriente de las aguas por los meandros, al choque con las rocas de granito y la caída por los altibajos del cauce.
Los varoncitos siempre se escapaban y llegaban al Charco a disfrutar de la fiesta del natatorio. Pero aquella actividad de natación no era solamente diversión y deporte, sino que también constituía un momento de aseo corporal. En las niñas el vedo era duramente estricto. Ellas mismas crecían con la convicción de que constituía una cuestión de moralidad y, no osaban visitar el Charco.
Cuando Aurora, que así se llamaba aquella infanta que gustaba de recoger romeros en la rivera, donde su madre restregaba la ropa, cumplió doce años, mostraba ya un espíritu manumiso. En cierta manera de carácter rebelde y antojadiza con actitudes desenvueltas.
Las primeras veces que Aurora fue al Charco, se escapaba vestida de varón, con su cabello pelirrojo oculto bajo un bonete marrón. En el interior del mahón llevaba un pantaloncito corto para sumergirse y nadar. Siempre estuvo rodeada de niños que la querían y respetaban. Pero no abandonó su predilección por recoger las flores de romero, que las tenía siempre frescas en un humilde florero de cristal, al lado de su catre.
Había un gran peñón sobresaliente en una pared de tierra que se abocaba hacia el Charco. Hasta allí subían los varones más arrojados y saltaban de pie o de cabeza a la profundidad del río. Pero nadie lo ejecutaba con más gracia que Aurora que se lanzaba dando volteretas.
Cuando Aurora iba a cumplir 16 años ya ella había adquirido el epíteto de la Valentina, por la forma que trepaba a los árboles más elevados a desgarrar baquetas de guamá, por lo intrépida saltando del peñón, por vestir distinta a las demás niñas y por ser líder entre los varones. Además por la atrevida forma de esconderse hundida en el ojo del remolino.
Cerca de esa fecha, decidió ella visitar el Charco para bañarse desnuda. Escogió un momento en que el lugar estaba desierto. Cuentan que por esos días hubo inmensos aguaceros. Allí estaba Valentina ofreciendo sus hermosas formas a las turbias aguas del Charco. Las aguas no podían verla porque estaban ciegas del color terroso del barro que arrastraba la corriente precipitada por el cauce. En un momento dado, quiso Valentina limpiarse las adherencias del lodo bajo el chorro que formaba el remolino con su fuerte caída. Nadó con la confianza acostumbrada hasta el ojo del remolino, pero en ese instante tal como ocurren las desgracias, un tronco con gruesas ramas que venía arrastrando la gran corriente, cayó con estropicio y fortaleza impactándole la cabeza y atrapando uno de sus brazos y sin poder zafarse y aturdida se fue al fondo ya sin aire.
Al otro día su cuerpo flotaba exánime y reposado a orilla del Charco. Los primeros muchachos vieron su cuerpo desnudo con algunas minúsculas flores de romero lilas y azules, que parecían rendirle honores acariciando su rostro en el temblor de las aguas.
Los muchachos escandalizados pudieron domeñar el susto y taparon el cuerpo con la ropa que ella apilara sobre las hierbas.
Pasaron muchos años de la primera mujer que pereció ahogada en la Valentina, nombre del charco o poza natural, adquirido después de la trágica desaparición de Aurora la Valentina.
Otra muchacha muy bonita,de rostro circular y cejas arqueadas, de atractivo cuerpo; llamada Luma Romero también fue a ofrecer su vida en la Valentina. La gente atribuye motivos legendarios. Dicen que el apellido Romero incidió para que el espíritu de Aurora la Valentina, entretuviera a Luma y la confundiera con sus volteretas desde el peñón, hasta atraerla al ojo del remolino donde también pereció en sus aguas convulsas.
domingo, 30 de junio de 2013
El sueño de los nños
Ya Moncho Miranda dormía con sus niños en su casucha, cuando los ladridos de los perros de doña Flora, ahuecaron el monte que se hacía sentir en la noche silenciosa. Los chicos, echados en el fondo de la cama, sentían la noche como un viaje al espacio sideral. Se vieron navegando en un tiriguibi sobre un arroyo de aguas azules. El tiriguibi tomaba ligereza casi volátil al impulso de la brisa. Era una tarde clara y, Popo el carpintero de los pobres, pescaba camarones con un cordoncillo atado a una varita de guayabo. Cuando se acercaron a Popo fondearon el tiriguibi y acompañaron al carpintero, hasta su humilde casa donde el hombre fijó unas hojas de zinc. Trepados en lo alto del techo, miraron al cielo que lucía tan plateado como el zinc. De pronto todo aquel reflejo cegador, era efecto de los pedacitos de espejos con que se hacían maldades enfocándolos hacia el sol. Siguieron impertérritos lanzándose al fondo del espacio en el columpio que pendía del árbol de mangó. Aquellos reflejos que lastimaban sus ojos, ahora destellaban en la bandeja repleta de dulces de cocos tetraedros que Tito Luciano voceaba. Tuvieron en sus bocas la urgencia de probarlos. Sólo tenían una moneda de un centavo. Parecía un botoncito de cobre entre sus dedos. Le indicaron a Tito Luciano que era un centavo auténtico. Tito se resistía a ceder el dulce. La golosina se hacía más grande, más apetitosa. La moneda no lo era, era un botón de alguna camisa.
-- Con que botón, ¿ verdad ?
-- ¿ Botón ?
Y miraron la mano, era un centavo justo. Tito lo comprendió perfectamente, alargó su mano sosteniendo el enorme dulce de coco. Qué pena, la moneda sonó como canica sobre cristal y cayó por las rejas de la alcantarilla.
Cómo bajaba el agua desde casa de Ezequiel y se escurría toda por la alcantarilla. Ezequiel el zapatero, cortaba el cuero con su afilada lezna muy cerca de su abdomen para dar forma a la suela de la babucha. En la casilla o taller de zapatería de Ezequiel sólo cabía él solo. Mascaba tabaco y, a veces, por escupir, echaba al piso algunas puntillas que sujetaba en sus labios.
El silencio de la tarde era profundo y envolvente, que se identificaba a las personas por sus pasos : adiós Marcial, decía Ezequiel antes de que la figura apareciera por el umbral de la puerta. Marcial seguía su camino, con su lima en el bolsillo trasero su sombrero oscuro y magullado, aceptando el saludo sin haberlo contestado.
Los perros de doña Flora, más allá de la ciénaga de los juncos, al otro lado de la quebrada de don Gelo, hundían sus ladridos, guaubalando la espesa noche sombra del sueño.
-- Es hora de lavarse los pies, " misijos " -- y les trajo, Clotilde, una palangana de agua con una hoja de ruda moviéndose en las olas.
El verde de la hoja contagió toda el agua y, los niños sumergieron en ellas sus pies.
Sintieron congelarse, pero el agua estaba tibia.
Los niños todavía soñaban cuando Moncho les cubrió con la raída cobija. Cerró una hoja de la ventana porque el sereno ponía burbujas en las mejillas de los chicos.
Ambos sacaron los pies de la palangana y quedaron teñidos de verde. Cuando Clotilde los secó el paño tornóse también de verde. Así estaba el pueblo, todo de verde y de espesa maleza. Ellos en giro sobre la inventada machina del Flaco Molina.
Al vuelo de la machina, dominaban una visión panorámica del pueblo. En cada vuelta veían un punto distinto : el garaje de don Fonso, Las cuarenta, la Vega, La casa, La chorra. En una de las vueltas vieron con horror, cómo unas palas mecánicas asolaban el garaje de don Fonso, arrasaban Las cuarenta, La chorra y, vertían vuelcos de tierra roja sobre los demás lugares comunes.
-- Con que botón, ¿ verdad ?
-- ¿ Botón ?
Y miraron la mano, era un centavo justo. Tito lo comprendió perfectamente, alargó su mano sosteniendo el enorme dulce de coco. Qué pena, la moneda sonó como canica sobre cristal y cayó por las rejas de la alcantarilla.
Cómo bajaba el agua desde casa de Ezequiel y se escurría toda por la alcantarilla. Ezequiel el zapatero, cortaba el cuero con su afilada lezna muy cerca de su abdomen para dar forma a la suela de la babucha. En la casilla o taller de zapatería de Ezequiel sólo cabía él solo. Mascaba tabaco y, a veces, por escupir, echaba al piso algunas puntillas que sujetaba en sus labios.
El silencio de la tarde era profundo y envolvente, que se identificaba a las personas por sus pasos : adiós Marcial, decía Ezequiel antes de que la figura apareciera por el umbral de la puerta. Marcial seguía su camino, con su lima en el bolsillo trasero su sombrero oscuro y magullado, aceptando el saludo sin haberlo contestado.
Los perros de doña Flora, más allá de la ciénaga de los juncos, al otro lado de la quebrada de don Gelo, hundían sus ladridos, guaubalando la espesa noche sombra del sueño.
-- Es hora de lavarse los pies, " misijos " -- y les trajo, Clotilde, una palangana de agua con una hoja de ruda moviéndose en las olas.
El verde de la hoja contagió toda el agua y, los niños sumergieron en ellas sus pies.
Sintieron congelarse, pero el agua estaba tibia.
Los niños todavía soñaban cuando Moncho les cubrió con la raída cobija. Cerró una hoja de la ventana porque el sereno ponía burbujas en las mejillas de los chicos.
Ambos sacaron los pies de la palangana y quedaron teñidos de verde. Cuando Clotilde los secó el paño tornóse también de verde. Así estaba el pueblo, todo de verde y de espesa maleza. Ellos en giro sobre la inventada machina del Flaco Molina.
Al vuelo de la machina, dominaban una visión panorámica del pueblo. En cada vuelta veían un punto distinto : el garaje de don Fonso, Las cuarenta, la Vega, La casa, La chorra. En una de las vueltas vieron con horror, cómo unas palas mecánicas asolaban el garaje de don Fonso, arrasaban Las cuarenta, La chorra y, vertían vuelcos de tierra roja sobre los demás lugares comunes.
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