miércoles, 12 de junio de 2013

Despedida

"¿ Quién nos volvió al revés, para que siempre,
por más que hagamos, tengamos el gesto
del que se marcha?
Igual que éste, en el cerro último
que le muestra el valle entero
otra vez, se detiene y se demora; 
así vivimos, siempre en despedida".
                   Rainer María Rilke

En un tiempo debí haber muerto :
porque otra vida vivo.
Sólo la humedad de cierzo
penetra en mi cobija.
Si pudiera ver las hojas,
la esfera de tenue amarillo
y los ojos de las piedras
en el fondo.
Entonces descifraría 
las hojas del yagrumo
en adiós
y, no me dolería tan abismal esta muerte.



lunes, 10 de junio de 2013

Acuarelas de un pueblo provecto

Tomado del libro Ciudadanos de Lares, de Carlos Mercado.

" Todo hombre comparte, sin embargo, su estructura mental con otros, con los que por la historicidad de su esencia está ligado. Una comunidad lógica es para él su propia familia, su pueblo o ciudad, su país o clan, su nación. Todas estas comunidades sobresalen de otras por una cualidad típica, y están, por lo tanto, configuradas externamente por un característico estilo colectivo. Todos estos estilos están impregnados por el estilo de época. Hay que asignar todo ello no a una comunidad regional sino a otra delimitada por el tiempo : la comunidad de época ". (Walter Falk, Impresionismo y Expresionismo, ps., 28- 29, edt. Otto Muller, de Salsburgo, 1961 ).

La carretera, tan negra y acerada como toba del río. Se tendía sobre el pueblo igual que oscura correa sujeta a la cintura del hombre. Al cenit, parecía elevar al espacio su espíritu en efluvio de tenue temblor de neblina. Los pies descalzos de los hombres más acostumbrados, saltaban de punta y de talón, de talón y de punta al contacto con la brea incandescente.
La carretera como un río de aguas en la noche, guardaba en ella la pedrería de hojalata, tesoro que había ido acumulando en su lecho a través del tiempo : herraduras que los viejos y cansados caballos soltaron como un destello de sus pezuñas y que el trajinar y el sol se ocuparon de hundirlas, chapitas de gaseosas, herraduras de zapatos, botones de nácar, canicas, alguno que otro carrito de metal, que un niño vio aplastarse bajo los neumáticos de un auto y que fue su quiebra en el haber de sus juegos. Al cenit, fulguraba la pedrería como astros de la calle. Esta carretera, la única del pueblo, era ligeramente arqueada y en sus longitudes laterales comenzaba a carcomerle las piedras de la orilla auxiliadas por la lluvia y la menuda taladrante hierba. Cerca de allí se asomaban las casas de maderas.
En las mañanas áureas se podía oír desde todas las casas el repicar de los cascos de los caballos como campanas ciegas cuyos sonidos no iban más allá de su impacto. La calle hacía, entonces, presencia en cada hogar y, si alguien lavaba su rostro con agua de sol en una palangana, dejaba de escuchar el chasquido de cristal quebrado en sus manos y, auscultaba en sorbos de aire el tac-tac-tac de pezuñas sin herrar de las bestias cabizbajas.
Por aquella vieja calle de brea se caminaba y se paseaba. En ella jugaban los niños y los hombres, con trompos y el juego de los cocos secos. Un hombre asía firmemente en sus manos, un coco seco previamente desollado, el otro hombre lanzaba un rudo golpe con su propio coco, muchas veces quebrando de tal forma al de su adversario, que brotaba el agua con ímpetu tornándose sus manos en un fugaz surtidor. El coco abierto al istante mostraba la blancura andina y apetitosa. Los niños arremolinados se disputaban la nívea pulpa.

Al caer la tarde, cuando ya se había agotado la actividad del día, el crepúsculo ungía el pueblo de oro viejo. En ese momento iban llegando los hombres a la carretera. Unos sentados en la superficie, otros en cuclillas, los más de pié, conversaban aquellos temas ininteligibles, de tantas carcajadas y ademanes hasta que las voces eran parte de la atmósfera y lazo fonético entre la calle y la noche.

Al otro día, mientras la mujeres barrían con aquellas escobas de fibras de maguey y tortuoso palo nativo, el sol barnizaba las murallas del cementerio-- con diseño del Arco del Triunfo de Francia-- color de hojas secas. Entonces, se oía un chirrido metálico monorrítmico y algo que al girar daba tumbos, chillido de eje y rueda. Se percibía un estrépito de adrales presionados por rebosante carga de plátanos, acompañados del pregón del verdurero. Entonces, como un aparecido, Moncho Miranda, regalo de la carretera, ofrecía a las mujeres sus plátanos de a tres centavos. Los calzones de Moncho, bajaban muy largos y ocultaban sus zapatos " Sundial". El ruedo arrastraba el polvo y la menuda arenilla de la calle, confundiéndose en su apariencia negruzca con la brea. Moncho MIranda era hijo de la calle. Las mujeres esperaban su llegada día tras día, el chirrido de eje y rueda alertaban el sentido de la cocina. Un día lo vi sentado sobre un saco de arroz en una triste tienda de la calle. su barba de tres días eran finos dardos de oro. Me causó extrañeza verlo allí. Moncho era de la carretera.

Los almendros de Barranco creaban las sombras más gráciles y delicadas de la calle.Se posaba aquella ilusión de frondas como alas de gigantescos mozambiques. A veces, las casas arrojaban sus siluetas a la calle; pero eran sombras rectangulares, moles de sombras sin gracia. En cambio las sombras de los almendros eran el espíritu de las nubes. Las sombras almendrales alargábanse sobre la calle para atemperar el oro del sol que abrasaba su lomo. En el atardecer desaparecían. Con la llegada del crepúsculo sobre las copas de los almendros montaba una galería de cuadros surrealistas.

La calle tomaba ternura cuando una vez al año, un tropel de niños se arremolinaban en un punto de partida. Cada uno sostenía un envase de cristal. Estaban a la espera del comienzo del evento anual. Se lanzarían calle arriba sacando como a las conchas las perlas. Extraían herraduras que soltaban los zapatos para limpiarlas y venderlas al zapatero Chago Vieras. Les tomaba tiempo llegar al final y la gente les miraban inclinados como vietnamitas segando el arroz. Alegrías y desbordante herraduras eran las circunstancias destacadas. Escarbaban con las puntas de sus navajitas y sacaban de entre el negro de la calle, las piezas metálicas fulgurantes como plata pulida. Ya en el final, los envases lucían pesados y repletos, el que más recolectó era el ganador. Luego la calle mostraba a todo lo largo de su lomo, las heridas recién brotadas como un cereal en ebullición.

sábado, 8 de junio de 2013

El día que don José Colls voló sobre Lares

Del libro Ciudadanos de Lares

Aseguró ambos brazos atados a las correas de debajo de las enormes alas. Su cuerpo aparentaba pequeño en medio de las gigantes aspas. Don José Colls, tenía curiosidad.
Con adustez de antiguedad trabajó las alas en el taller. Puestas al viento querían volar solas. Ahora ya estaba listo. Si trazáramos una cinta desde su frente hasta la cúpula de la iglesia, resultaría una horizontal de nivel exacto, pero entre frente e iglesia se perdía el abismo de un cañaveral. Después corría una zona de árboles y bambúas ya cerca del pueblo. Se lanzó con arrojo hacia el abismo. ya en el aire, empezó a sentirse liviano.
El viento lo azotaba impulsándolo hacia arriba. Estabilizaba las alas y extendía el cuerpo como si ejecutara un clavado olímpico. Fue deslizándose sobre el abismo casi al mismo nivel de su frente y la cúpula. Sentía el zumbido de viento en las orejas y la preocupación de que volaba alto. Su camisa se henchía de aire y el pantalón se pegaba a las piernas, sintiendo sobre su cuerpo, la presión del espacio. Según la fuerza del viento o el movimiento de las alas, subía o perdía altura. Ya había cruzado el cañaveral y pasaba ahora sobre la arboleda. Le dio tiempo de echar un vistazo sobre la techumbre de algunas casas y se percató de que la gente del pueblo seguían su vuelo. Cerca de la arboleda perdió altura velozmente y fue a caer zampado en los contornos del manantial de Santa Rosa en La Rambla. Una banda municipal cruzó precariamente un estrecho camino entre el cañaveral, el pueblo seguía enardecido los acordes. Le encontraron con las alas quebradas y deshechas, con una sonrisa entre la hojarasca.

Samuel Reyes

Del libro Ciudadanos de Lares :

Samuel Reyes,
una teja
en el imbricado de Lares.
Así como se fue construyendo
el pueblo,
y nacieron los ascendientes
autóctonos y aparecieron los matices,
los hábitos, los ungidos colores,
los verdes y el frescor de los ríos
y la gente vieja y las nuevas generaciones.

Samuel Reyes recogía en su espíritu
las esencias del pueblo.
Su pensamiento recrea las perennes
imágenes,
y figuran casas, calles y voces.
En ese pueblo se fue forjando
desde su niñez,
una depurada actitud
para el deporte.

Samuel Reyes, que duplicaba
su vivencia frente al rumor del mar
y, respiraba aire con olores de gaviotas
y, divisaba los elevados hoteles
del Condado,
reclinado sobre las balandras
de su balcón cerca de las nubes.

Acostumbraba recorrer países
en sus viajes de negocios.
Se confortaba en la alegría
de las grandes ciudades
y entre las fastuosas lumbres
o frente a la fuente de aguas saltarinas,
retrotraía su pensamiento
a las imágenes del pueblito medieval.

Solía escuchar, decía,
el tañir de las vetustas campanas
y le asaltaba a su oído
el antiguo pregón
de Juanito : " De bollito el pan ".

Samuel Reyes,
en la tarde cae la nostalgia
y el rumor de Lares
caía entre su espíritu.

sábado, 25 de mayo de 2013

El Velorio de Oller, reflejo de La Última Cena de Barocci

El famoso y emblemático cuadro El Velorio de Francisco Oller Cestero, excepcional pintor puertorriqueño del siglo XIX, creado alrededor de 1893, no es tan original como se creía.

Sabemos que Oller participó y perteneció al movimiento del impresionismo en París. que después de su regreso a su patria, ( 1865 ) continuó relación y vínculos con sus amigos impresionistas galos por medio de misivas. En 1866 recibe carta de Guillerme instándolo a regresar a la capital francesa. Pero Oller se afinca en su país y desarrolla su obra realista- impresionista que lo distinguió.

De alguna manera, Francisco Oller se acercó y conoció la destacada obra pictórica, La Última Cena, de Federico Barocci pintor italiano del renacimiento, ( 1535- 1612 ).
Le impresionó la armónica composición de los personajes que concurrían al momento sagrado. Frente a ese cuadro concibió la idea para pintar un baquiné criollo que llamaría El Velorio.

La escena que se observa en El Velorio, tiene intensión exógena : muestra el mismo colorido, el juego de movimiento, la sutil energía, la impresión cinética, la actitud lúdica, la mirada hacia un objetivo en la altura, la presencia del perro, el niño que toma algo de una cesta en el piso. Quien contempla y examina La Última Cena, de Barocci, por fuerza, se ve impulsado a recordar el cuadro El Velorio de Oller pintado tres siglos después.

En El Velorio, se traza una concurrencia costumbrista, pero la vitalidad del cuadro es plenamente impresionista.

Había esta vez, que el padre Denny Cruz Cuevas, estando en Italia descubre este supuesto.

lunes, 20 de mayo de 2013

Ivette

Cuando desperté me di cuenta
de que había soñado.
Ostentaba en su rostro,
aquella mujer dama de Roma,
un lunar que despedía
una tenue luz
como una luna apagada.
Era un lunar que recogía
en su propio destello,
una triste historia.
" Un día cuando comiencen
a redoblar las broncíneas
campanas de la ermita,
te la contaré y, tú
cerrarás el final
con un beso sobre este
este lucero apagado de mi rostro.

viernes, 10 de mayo de 2013

Ecuación matemática

Quisiera ver o conocer cómo un matemático pudiera crear una ecuación, que revele el proceso en que la suma de un capital de banco prestatario mundial, invierte en un país y para volver a aumentar su capital, reduce a la miseria a una sociedad donde se restan también, los ofrecimientos de un gobierno a sus ciudadanos y, el efecto neto de ese empréstito o el resultado final es la paralización de la economía del país, la reducción de la prosperidad : el aumento de la angustia generalizada, y la merma de la felicidad colectiva.