Poema
Dadme la brisa para refrescar la memoria.
Tu pasado huella mi vida.
Camino entre brumas y espacios claros.
Pergeño el pensamiento
buscando imágenes y hechos.
Sólo descubro hechos o imágenes:
no atrapo una vida plena.
¿Será el marchante de fatigas y penurias?
En derruidos e hilachas,
se visten mis recuerdos.
En su día me vi sobre la colina,
en lontananza se explayaba
aquel pueblo de leños arrumbados.
En pie queda la casa,
en soledad de voces y sombras.
martes, 17 de enero de 2012
lunes, 16 de enero de 2012
Tarde del pájaros
"Los mismos ruiseñores cantan los mismo, y en diferentes lenguas es la misma canción".
(Los cisnes, Rubén Darío)
Don Rufino Rivieira, biólogo consumado a la antigua, llegó con el alba a su pequeño y atestado laboratorio. Traía dentro de un pequeño frasco de cristal, un repugnante insecto, un poco mayor que el tamaño de un maní; aún movía las patitas como el molino rota sus aspas.
La indumentaria de don Rufino era semejante a la de Pasteur, aunque él existía en esta época de la computación. Tomó la probeta que contenía alcohol y la vertió dentro del bote de vidrio, hasta hacer flotar al oscuro insecto, como un náufrago desesperado. Después la depositó en un armario repleto de frascos, piedras minerales, fósiles y una báscula del tiempo de la colonización.
El tope saledizo del armario era su escritorio improvisado. Allí colocó una banqueta de delineante y la ocupaba para iniciar la labor diaria.
Don Rufino era un profesor retirado, pero nunca cesó las investigaciones biológicas ni sus lecturas científicas ni su acopio de recortes, fósiles, insectos, etc.
Su pieza de trabajo contaba con una ventana, a través de la que se veía la pequeña huerta. La contemplación de los árboles, el escudriño de las hortalizas, el conteo de los tomates y la clasificación de los pájaros que por allí remontaban, eran sus desvelos en los momentos de asueto. En ocasiones aparecía algún pajarito inusitado. Don Rufino lo observaba cuidadosamente, para descubrir su cántico. Todas las aves volátiles son nerviosas; pero él
distinguía grados de nerviosismo entre ellas. Se fijaba si el ave, aún cuando saltaba en la misma rama, de izquierda a derecha y en forma contraria, tomaba su tiempo para espulgarse el pecho. Si levantaba un ala para hurgarse, si esponjaba el cuello para sentir la tibieza de los débiles rayos de la mañana en otoño. Si buscaba en el revés de las hojas. Cuando descubría la presencia de estos pajaritos furtivos y foráneos, iba a una de las gavetas del armario, extraía un libro en cuyos colores se había hecho sentir la pátina del tiempo. No todas las veces se topaba en las páginas del libro, con la avecilla avistada. Entonces, recurría al telescopio que le obsequió su nieto, el Dr. Rogelio Rivieira, con el afán de que iniciara nuevas actividades un poco alejado del clásico laboratorio. Se acercaba a la ventana, si tenía suerte, que el ave no hubiese levantado el vuelo, lo fijaba en la mira como quien realiza un vitral. Lo examinaba minuciosamente: buscaba la naturaleza del flojel, se interesaba en la redondez de los ojos, lo espacioso de la esfera visual, la longitud del pico y, si el esmalte era como el cuerno del toro o si lucía como un botón de nácar. Si el abanico de la cola se alzaba oblicuamente o se caía con un dejo de impotencia. Después de este reconocimiento abandonaba el telescopio y se abocaba al marco de la ventana. La mirada sin objeto y laxa parecía auxiliar la percepción de su oído. Buscaba distinguir el trino del pajarito exótico y, a veces, descifraba una armonía en el cántico. Una cadencia de notas definidas, dulces y arcanas. Entonces, buscaba su libreta de apuntes ornitológicos e imprimía, en las hojas olorosas a tiempo, unas glosas muy características.
Pero ese día, don Rufino no estuvo dedicado a los pájaros. Empleó las primeras horas de la mañana a examinar una mugre que raspó del tallo de una planta de berenjena. Compuso las laminillas, las estudió a fondo, a través del microscopio. Siempre tomaba sus apuntes y glosa, reforzando sus apreciaciones y ponderándolas a la luz de otras hipótesis en sus diversas fuentes científicas. Si en la mañana llovía, don Rufino dedicaba las horas por entero, al desempeño biológico. Pero esa mañana era clara y despejada. Después de descubrir unos microorganismos e incluirlos en su taxonomía que los particularizaban, decidió salir a la huerta ansioso por aplicarle al tallo de las berenjenas, aquella pócima que acababa de componer. Cuyo resultado fue positivo y certero en laboratorio. Las berenjenas estuvieron precarias los últimos dos meses. Sus hojas se amarillaban con un tono enfermiso. El fruto se malograba, reducía de tamaño o se desprendía del pezón. Pero no fue él quien descubrió la presencia del mal en las plantas, sino el barbero Chirlo, quien era su gran amigo. Chirlo le visitaba con frecuencia a eso de las dos de la tarde. conversaban de pájaros y hortalizas, pero nunca tocaban otro tema a menos que estuvieran en navidades. Chirlo le aconsejaba una unción de grasa de automóvil sobre tallos y ramas. Don Rufino le objetaba indicándole que eventualmente le perjudicaría, pues el contenido era tóxico e iría a las raíces y con las lluvias taparía la porosidad a toda la planta. Plamplinas, Rufino, las plantas no sudan, Así que don Rufino se salió con la suya y empleó su propio método. Eran las diez de la mañana, el biólogo caminaba entre su hortaliza. embadurnó un badilillo en la gelatina médica y comenzó a esparcirla allí donde se mostraba un ataque de aquellas manchas musgosas en tallos y ramas de las berenjenas. Le asustó el ruido atronador de un jet que cruzó el cielo raudo como un láser. El anciano miró al espacio, sólo alcanzó a ver lo que le pareció un alcón que va lanzado sobre su presa. Cuando hubo terminado la curación vegetal, se dispuso a abandonar la huerta, pero siempre se llevó dos tomates ejemplares. A las dos de la tarde, llegó Chirlo al balcón. Don Rufino se mecía en el sillón de caoba y mimbre. Ambos se saludaron con entusiasmo. Chirlo tenía en el carrillo izquierdo una cicatriz en forma de serpentina. Era una huella de su niñez. Don Rufino le indicó hacia el maderámen del balcón, animándole a que tomara aquel obsequio. Chirlo tomó un precioso tomate, ya casi maduro y dio las gracias a su viejo amigo. --Éstos son más grandes que los de la cosecha anterior. --ése que te doy es el más grande de todos.
Chirlo, volvió a ponerlo sobre la balandra del balcón. Le dijo, le recodara el vegetal cuando se dispusiera a irse. --Parece que te dio buen resultado el abonar las plantas con flores molidas y pajas de pulpa de cocos. --Sí, pero únicamente lo ensayé con los tomates, pues pensé que las berenjenas necesitaban algo más fuerte. --Si tú le hubieras echado, no tendrías el problema con ellas, hoy. --Esta mañana las curé. --¿ Con grasa? --Qué grasa ni qué ocho cuartos, muchacho. Le pasé una infusión química que les matará las bacterias. --Pero Rufo, de qué te va a valer si el fruto ya tiene el daño y no se va arreglar.
--Lo sé, y la mata no va a volver a parir. --¿Entonces?
--Se queda viva y si reverdece y la enfermedad desaparece, pues tengo la protección para las que van de levante. --Tienes razón, Rufo.
Doña Carmen apareció con café. Luego, volvió a salir con galletitas de vainilla. saludó a Chirlo y le preguntó por Rosario.
Era septiembre y llovía varias veces en la semana. La tarde cambiaba sus matices con
sosiego. Empezaron a oírse los mozambiques, cada vez con mayor escarceos. Don Rufino y Chirlo degustaban el café aromático y humeante. Engullían, también, galletitas de vainilla.
--Los mozambiques se han urbanizados, antes se les veía en el monte; pero ahora comen pan, residuos de frituras y cuanta golosina o desperdicios de alimentos encuentran. --Para mí que son glotones y eso los ha empujado a sitios más habitados. --Antes comían semillas y nada más. --Va!, pero hoy me dicen que hasta se meten en los restaurantes. --Cuando llegan en bandadas con ese croar de ellos, dan miedo; son agoreros.
Después, cuando la tarde sacaba su faralá de púrpura y violeta,Chirlo se levantó para irse.
--Llévate el tomate. --No lo dejo por nada, hacía tiempo no veía uno así. En la cena conoceré su sabor.
Chirlo acomodaba sus diversos implementos de barbero, en la antigua consola coronada de un alto espejo. Era un vetusto cristal, al que mantenía lúcido aunque lo demás mostrara un polvo fosilizado. Echaba agua al cuenco de las espumas, con una brocha de cerdas abundantes frotaba una lámina de jabón oloroso. Después con el aspersorio roció los rincones, la silla de barbero, las cuatro sillas de los clientes y hasta una pila de periódicos viejos. La barbería quedó ungida de olor muy agradable, como si la atmósfera propia del local fuera siempre de ese distintivo. Entones, percatándose de la soledad, buscó entre un mandil que desenvolvió, los utensilio de tallar. Continuó la obra que entre ratos iba elaborando: una preciosa pipa de fumador. Esta pipa era muy particular, pues semejaba a un ruiseñor de figura ligera, alerta y gallarda. La boquilla asomaba por la cola del ave. El brocal se ahuecaba sobre la cabeza del pajarito y, su plumaje en sutiles relieves prestaban gracia y autenticidad.
Una tarde de diciembre llegó Chirlo, a casa de don Rufino. Por la calle, se fijó en la cúpula de la iglesia que se destacaba dormida por encima de todas las edificaciones. Los viejos balcones mostraban una blancura apagada. Algunas macetas de pascuas amarillas y otras de carmín encendido. La brisa que provenía de las cercanas montañas, barría la hojarasca y levantaba un caos de hojas cobrizas en los patios, calles y tejados.
Chirlo llegó con un paquete. Se acercó a la puerta de la residencia, movió la campanita que pendía de una diminuta placa metálica de estilo barroco. El golpe del pequeño badajo sonó con dulzura en el silencio de la tarde. No tardó doña Carmen en aparecer.
--Buenas tarde, doña Carmen.
--Buenas tardes,Chirlo.
Rufino se había preocupado y preguntaba qué le pasará a Chirlo que no aparece por ahí.
Doña Carmen le había informado, que a Rosario no la soltaba el asma y este mes empeoró. Después de saludarse, don Rufino le preguntó por su mujer. --Ya puede respirar y traga algunas cositas. Doña Carmen le dijo: -- pero Chirlo, es que usted no la saca a coger el sol. --Ella no quiere salir, está muy apegada al nieto. --Ah!, que lo suelte ya. A mí no se me suben a la cabeza los míos, y cuidado que uno los quiere.
--Rufo, te traje esta bobería. Don Rufino lucía un abrigo nuevo, regalo de su nieto.
--Pues están buenas estas navidades, es el segundo presente que recibo. --Vamos al balcón, Chirlo que esta mañana oí un ruiseñor cantar en las trinitarias y uno de sus cánticos era nuevo. Nunca lo escuché puntear ese tono. Ya sentado don Rufino, en el sillón de caoba tapizado de mimbre y Chirlo en el canapé de ratán, escrutaban las trinitarias rojas, rosas y blancas, que ornamentaban el área de un extremo del balcón.
-- Tú sabes que ellos tienen una variedad de trinos.-- Decía don Rufino
mientras miraba el regalo todavía envuelto sobre su falda.
--Yo he oído decir, en la barbería, a un agricultor de Pezuela, que estos pajaritos imitan a los demás pichoncitos.
-- Puede que sea cierto, Chirlo, pero en parte. Ellos vienen congénitamente vocalizados con sus matices característicos, pero cuentan con la variedad en el silbido, por alguna necesidad o impulso aprenden trinos de los pájaros en su entorno.
-- me dijiste, Rufo, que ¿ oíste un tonito distinto en el ruiseñor, esta mañana?
--Sí. Estuvo cantando cerca de las diez. Pero antes de tú llegar estuvo por ahí.
--¿ Y te diste cuenta, otra vez, del tono nuevo?
-- Sí, volví a escuchar entre todas las cancioncitas, una muy rara. Esta mañana comprendí que era nuevo el trino número seis o siete de todos los que emitía.
Los dos amigos se interesaban tanto en su conversación, que don Rufino no se percataba de desenvolver el regalo que le obsequió Chirlo. Doña Carmen salió con café y sorullos
--Rufino, qué olvidadizo eres. en tu gavetero está algo que tienes para Chirlo.
-- ah!, sí, Camín, búscamelo un momentito.
--Mira Rufo, conmigo se recorta un catedrático. Tú conociste al padre, quien también era barbero y de los buenos, Juan Nieves, se llamaba.
-- Como no. Buen amigo mío.
--Hace poco me contaba, que estuvo estudiando su doctorado en Madrid. Me afirmó que descubrió cómo el ruiseñor de España, en sus cánticos al de Puerto Rico, pero varía en algunas tonalidades. Sobre todo, se fijó que no dice pitirre.
-- Sí, chirlo. El ruiseñor de aquí, dice pitirre clarito, entre todas las demás cadencias. Además, eso confirma mi apreciación de que ellos nacen con ciertos trinos genéticos. Otros los aprenden a su alrededor. Como en España no hay pitirres, ellos no ensayan ese cántico.
--Abre el regalito, Rufo
-- Sí, sí como no.
Don Rufino fue desenvolviendo la cajita donde estaba el presente. Alcanzó a sacar de dentro una figura barnizada con maestría, muy lustrosa. Seguidamente, exclamó.
--Pero qué preciosidad.
Se quedó examinando con interés absorto, aquella excepcional talla. pero su emoción lo hizo llamar a doña Carmen. Ella apareció limpiándose las manos en el delantar.
--Mira, Camín--, al momento que extendía el ruiseñor convertido en pipa de fumar.
Pero esto no se puede usar, esto es para ponerlo en la sala. Qué pieza maravillosa.
--Espera un momento, Chirlo. Don Rufino se dirigió a su cuarto. Al momento apareció con un estuche. Era un instrumento musical.
--Ábrelo, Chirlo. Es para ti. Lo encargué en Jayuya.
Chirlo levantó la tapa del estuche y con las manos nerviosas sacó un flamante y lustroso cuatro. Dio las gracias al anciano y comenzó a templar las cuerdas. Al rato doña Carmen y don Rulfo, se deleitaban con un precioso aguinaldo yaucano que Chirlo les regalaba.
(Los cisnes, Rubén Darío)
Don Rufino Rivieira, biólogo consumado a la antigua, llegó con el alba a su pequeño y atestado laboratorio. Traía dentro de un pequeño frasco de cristal, un repugnante insecto, un poco mayor que el tamaño de un maní; aún movía las patitas como el molino rota sus aspas.
La indumentaria de don Rufino era semejante a la de Pasteur, aunque él existía en esta época de la computación. Tomó la probeta que contenía alcohol y la vertió dentro del bote de vidrio, hasta hacer flotar al oscuro insecto, como un náufrago desesperado. Después la depositó en un armario repleto de frascos, piedras minerales, fósiles y una báscula del tiempo de la colonización.
El tope saledizo del armario era su escritorio improvisado. Allí colocó una banqueta de delineante y la ocupaba para iniciar la labor diaria.
Don Rufino era un profesor retirado, pero nunca cesó las investigaciones biológicas ni sus lecturas científicas ni su acopio de recortes, fósiles, insectos, etc.
Su pieza de trabajo contaba con una ventana, a través de la que se veía la pequeña huerta. La contemplación de los árboles, el escudriño de las hortalizas, el conteo de los tomates y la clasificación de los pájaros que por allí remontaban, eran sus desvelos en los momentos de asueto. En ocasiones aparecía algún pajarito inusitado. Don Rufino lo observaba cuidadosamente, para descubrir su cántico. Todas las aves volátiles son nerviosas; pero él
distinguía grados de nerviosismo entre ellas. Se fijaba si el ave, aún cuando saltaba en la misma rama, de izquierda a derecha y en forma contraria, tomaba su tiempo para espulgarse el pecho. Si levantaba un ala para hurgarse, si esponjaba el cuello para sentir la tibieza de los débiles rayos de la mañana en otoño. Si buscaba en el revés de las hojas. Cuando descubría la presencia de estos pajaritos furtivos y foráneos, iba a una de las gavetas del armario, extraía un libro en cuyos colores se había hecho sentir la pátina del tiempo. No todas las veces se topaba en las páginas del libro, con la avecilla avistada. Entonces, recurría al telescopio que le obsequió su nieto, el Dr. Rogelio Rivieira, con el afán de que iniciara nuevas actividades un poco alejado del clásico laboratorio. Se acercaba a la ventana, si tenía suerte, que el ave no hubiese levantado el vuelo, lo fijaba en la mira como quien realiza un vitral. Lo examinaba minuciosamente: buscaba la naturaleza del flojel, se interesaba en la redondez de los ojos, lo espacioso de la esfera visual, la longitud del pico y, si el esmalte era como el cuerno del toro o si lucía como un botón de nácar. Si el abanico de la cola se alzaba oblicuamente o se caía con un dejo de impotencia. Después de este reconocimiento abandonaba el telescopio y se abocaba al marco de la ventana. La mirada sin objeto y laxa parecía auxiliar la percepción de su oído. Buscaba distinguir el trino del pajarito exótico y, a veces, descifraba una armonía en el cántico. Una cadencia de notas definidas, dulces y arcanas. Entonces, buscaba su libreta de apuntes ornitológicos e imprimía, en las hojas olorosas a tiempo, unas glosas muy características.
Pero ese día, don Rufino no estuvo dedicado a los pájaros. Empleó las primeras horas de la mañana a examinar una mugre que raspó del tallo de una planta de berenjena. Compuso las laminillas, las estudió a fondo, a través del microscopio. Siempre tomaba sus apuntes y glosa, reforzando sus apreciaciones y ponderándolas a la luz de otras hipótesis en sus diversas fuentes científicas. Si en la mañana llovía, don Rufino dedicaba las horas por entero, al desempeño biológico. Pero esa mañana era clara y despejada. Después de descubrir unos microorganismos e incluirlos en su taxonomía que los particularizaban, decidió salir a la huerta ansioso por aplicarle al tallo de las berenjenas, aquella pócima que acababa de componer. Cuyo resultado fue positivo y certero en laboratorio. Las berenjenas estuvieron precarias los últimos dos meses. Sus hojas se amarillaban con un tono enfermiso. El fruto se malograba, reducía de tamaño o se desprendía del pezón. Pero no fue él quien descubrió la presencia del mal en las plantas, sino el barbero Chirlo, quien era su gran amigo. Chirlo le visitaba con frecuencia a eso de las dos de la tarde. conversaban de pájaros y hortalizas, pero nunca tocaban otro tema a menos que estuvieran en navidades. Chirlo le aconsejaba una unción de grasa de automóvil sobre tallos y ramas. Don Rufino le objetaba indicándole que eventualmente le perjudicaría, pues el contenido era tóxico e iría a las raíces y con las lluvias taparía la porosidad a toda la planta. Plamplinas, Rufino, las plantas no sudan, Así que don Rufino se salió con la suya y empleó su propio método. Eran las diez de la mañana, el biólogo caminaba entre su hortaliza. embadurnó un badilillo en la gelatina médica y comenzó a esparcirla allí donde se mostraba un ataque de aquellas manchas musgosas en tallos y ramas de las berenjenas. Le asustó el ruido atronador de un jet que cruzó el cielo raudo como un láser. El anciano miró al espacio, sólo alcanzó a ver lo que le pareció un alcón que va lanzado sobre su presa. Cuando hubo terminado la curación vegetal, se dispuso a abandonar la huerta, pero siempre se llevó dos tomates ejemplares. A las dos de la tarde, llegó Chirlo al balcón. Don Rufino se mecía en el sillón de caoba y mimbre. Ambos se saludaron con entusiasmo. Chirlo tenía en el carrillo izquierdo una cicatriz en forma de serpentina. Era una huella de su niñez. Don Rufino le indicó hacia el maderámen del balcón, animándole a que tomara aquel obsequio. Chirlo tomó un precioso tomate, ya casi maduro y dio las gracias a su viejo amigo. --Éstos son más grandes que los de la cosecha anterior. --ése que te doy es el más grande de todos.
Chirlo, volvió a ponerlo sobre la balandra del balcón. Le dijo, le recodara el vegetal cuando se dispusiera a irse. --Parece que te dio buen resultado el abonar las plantas con flores molidas y pajas de pulpa de cocos. --Sí, pero únicamente lo ensayé con los tomates, pues pensé que las berenjenas necesitaban algo más fuerte. --Si tú le hubieras echado, no tendrías el problema con ellas, hoy. --Esta mañana las curé. --¿ Con grasa? --Qué grasa ni qué ocho cuartos, muchacho. Le pasé una infusión química que les matará las bacterias. --Pero Rufo, de qué te va a valer si el fruto ya tiene el daño y no se va arreglar.
--Lo sé, y la mata no va a volver a parir. --¿Entonces?
--Se queda viva y si reverdece y la enfermedad desaparece, pues tengo la protección para las que van de levante. --Tienes razón, Rufo.
Doña Carmen apareció con café. Luego, volvió a salir con galletitas de vainilla. saludó a Chirlo y le preguntó por Rosario.
Era septiembre y llovía varias veces en la semana. La tarde cambiaba sus matices con
sosiego. Empezaron a oírse los mozambiques, cada vez con mayor escarceos. Don Rufino y Chirlo degustaban el café aromático y humeante. Engullían, también, galletitas de vainilla.
--Los mozambiques se han urbanizados, antes se les veía en el monte; pero ahora comen pan, residuos de frituras y cuanta golosina o desperdicios de alimentos encuentran. --Para mí que son glotones y eso los ha empujado a sitios más habitados. --Antes comían semillas y nada más. --Va!, pero hoy me dicen que hasta se meten en los restaurantes. --Cuando llegan en bandadas con ese croar de ellos, dan miedo; son agoreros.
Después, cuando la tarde sacaba su faralá de púrpura y violeta,Chirlo se levantó para irse.
--Llévate el tomate. --No lo dejo por nada, hacía tiempo no veía uno así. En la cena conoceré su sabor.
Chirlo acomodaba sus diversos implementos de barbero, en la antigua consola coronada de un alto espejo. Era un vetusto cristal, al que mantenía lúcido aunque lo demás mostrara un polvo fosilizado. Echaba agua al cuenco de las espumas, con una brocha de cerdas abundantes frotaba una lámina de jabón oloroso. Después con el aspersorio roció los rincones, la silla de barbero, las cuatro sillas de los clientes y hasta una pila de periódicos viejos. La barbería quedó ungida de olor muy agradable, como si la atmósfera propia del local fuera siempre de ese distintivo. Entones, percatándose de la soledad, buscó entre un mandil que desenvolvió, los utensilio de tallar. Continuó la obra que entre ratos iba elaborando: una preciosa pipa de fumador. Esta pipa era muy particular, pues semejaba a un ruiseñor de figura ligera, alerta y gallarda. La boquilla asomaba por la cola del ave. El brocal se ahuecaba sobre la cabeza del pajarito y, su plumaje en sutiles relieves prestaban gracia y autenticidad.
Una tarde de diciembre llegó Chirlo, a casa de don Rufino. Por la calle, se fijó en la cúpula de la iglesia que se destacaba dormida por encima de todas las edificaciones. Los viejos balcones mostraban una blancura apagada. Algunas macetas de pascuas amarillas y otras de carmín encendido. La brisa que provenía de las cercanas montañas, barría la hojarasca y levantaba un caos de hojas cobrizas en los patios, calles y tejados.
Chirlo llegó con un paquete. Se acercó a la puerta de la residencia, movió la campanita que pendía de una diminuta placa metálica de estilo barroco. El golpe del pequeño badajo sonó con dulzura en el silencio de la tarde. No tardó doña Carmen en aparecer.
--Buenas tarde, doña Carmen.
--Buenas tardes,Chirlo.
Rufino se había preocupado y preguntaba qué le pasará a Chirlo que no aparece por ahí.
Doña Carmen le había informado, que a Rosario no la soltaba el asma y este mes empeoró. Después de saludarse, don Rufino le preguntó por su mujer. --Ya puede respirar y traga algunas cositas. Doña Carmen le dijo: -- pero Chirlo, es que usted no la saca a coger el sol. --Ella no quiere salir, está muy apegada al nieto. --Ah!, que lo suelte ya. A mí no se me suben a la cabeza los míos, y cuidado que uno los quiere.
--Rufo, te traje esta bobería. Don Rufino lucía un abrigo nuevo, regalo de su nieto.
--Pues están buenas estas navidades, es el segundo presente que recibo. --Vamos al balcón, Chirlo que esta mañana oí un ruiseñor cantar en las trinitarias y uno de sus cánticos era nuevo. Nunca lo escuché puntear ese tono. Ya sentado don Rufino, en el sillón de caoba tapizado de mimbre y Chirlo en el canapé de ratán, escrutaban las trinitarias rojas, rosas y blancas, que ornamentaban el área de un extremo del balcón.
-- Tú sabes que ellos tienen una variedad de trinos.-- Decía don Rufino
mientras miraba el regalo todavía envuelto sobre su falda.
--Yo he oído decir, en la barbería, a un agricultor de Pezuela, que estos pajaritos imitan a los demás pichoncitos.
-- Puede que sea cierto, Chirlo, pero en parte. Ellos vienen congénitamente vocalizados con sus matices característicos, pero cuentan con la variedad en el silbido, por alguna necesidad o impulso aprenden trinos de los pájaros en su entorno.
-- me dijiste, Rufo, que ¿ oíste un tonito distinto en el ruiseñor, esta mañana?
--Sí. Estuvo cantando cerca de las diez. Pero antes de tú llegar estuvo por ahí.
--¿ Y te diste cuenta, otra vez, del tono nuevo?
-- Sí, volví a escuchar entre todas las cancioncitas, una muy rara. Esta mañana comprendí que era nuevo el trino número seis o siete de todos los que emitía.
Los dos amigos se interesaban tanto en su conversación, que don Rufino no se percataba de desenvolver el regalo que le obsequió Chirlo. Doña Carmen salió con café y sorullos
--Rufino, qué olvidadizo eres. en tu gavetero está algo que tienes para Chirlo.
-- ah!, sí, Camín, búscamelo un momentito.
--Mira Rufo, conmigo se recorta un catedrático. Tú conociste al padre, quien también era barbero y de los buenos, Juan Nieves, se llamaba.
-- Como no. Buen amigo mío.
--Hace poco me contaba, que estuvo estudiando su doctorado en Madrid. Me afirmó que descubrió cómo el ruiseñor de España, en sus cánticos al de Puerto Rico, pero varía en algunas tonalidades. Sobre todo, se fijó que no dice pitirre.
-- Sí, chirlo. El ruiseñor de aquí, dice pitirre clarito, entre todas las demás cadencias. Además, eso confirma mi apreciación de que ellos nacen con ciertos trinos genéticos. Otros los aprenden a su alrededor. Como en España no hay pitirres, ellos no ensayan ese cántico.
--Abre el regalito, Rufo
-- Sí, sí como no.
Don Rufino fue desenvolviendo la cajita donde estaba el presente. Alcanzó a sacar de dentro una figura barnizada con maestría, muy lustrosa. Seguidamente, exclamó.
--Pero qué preciosidad.
Se quedó examinando con interés absorto, aquella excepcional talla. pero su emoción lo hizo llamar a doña Carmen. Ella apareció limpiándose las manos en el delantar.
--Mira, Camín--, al momento que extendía el ruiseñor convertido en pipa de fumar.
Pero esto no se puede usar, esto es para ponerlo en la sala. Qué pieza maravillosa.
--Espera un momento, Chirlo. Don Rufino se dirigió a su cuarto. Al momento apareció con un estuche. Era un instrumento musical.
--Ábrelo, Chirlo. Es para ti. Lo encargué en Jayuya.
Chirlo levantó la tapa del estuche y con las manos nerviosas sacó un flamante y lustroso cuatro. Dio las gracias al anciano y comenzó a templar las cuerdas. Al rato doña Carmen y don Rulfo, se deleitaban con un precioso aguinaldo yaucano que Chirlo les regalaba.
miércoles, 11 de enero de 2012
El niño y el caracol Cuento de tema infantil
Porque era pobre, el niño jugaba en el camino de tierra rojiza y descarnada. Jugaba con tierra suelta, parda como el crepúsculo. Se entretenía con brisnas de hierbas y hornijas frágiles. Siempre estaba en el camino jugando, porque no tenía edad escolar. Cuando en las noches su madre hurgaba su cabello para dormirlo, sentía como si hundiera los dedos en las cenizas al rescoldo de las brasas. De día, el niño corría oreado por el verano igual que un falcón. Cuando se le llamaba para cenar, no venía. la madre restregaba los platos y volvía a llamar: mas él no se allegaba. El arrapiezo con las rodillas sobre la tierra menuda y deleznable, miraba fijamente al cielo, que amortiguaba su color a tonos más opacos y plomizos. Su mirada asombrada escudriñaba a lo profundo del cielo, en busca de un hallazgo. La madre encendía el quinqué y, el vozarrón se oía por las lomas. Continuaba el chico, con la mirada fija en algún punto del espacio. Ya el sol, en su instante de caída, afloraba en el cielo unas luces tenues. La madre lo divisaba desde la casa, pero no se inmutaba. Salía furtivamente al patio, desgajaba una vara de hibisco, el niño escuchaba con claridad el sonido, al quebrarse la rama, porque la noche comenzaba y las estrellas asomaban sus reflejos. La madre no tocaba con la rama quebrada al niño, porque al oír el zarandeo de las hojas, corría de la loma a la casa con vuelo de ave matinal. Ya en el lecho, la madre besaba las mejillas y eran cálidas com el pan dorado al horno.
--Madre, primero parecían de palo, después de piedra y al rato de vidrio azulito.
Al otro día el niño estaba en el camino jugando con la tierra parda.
Las hierbas altas de la hondonada caían diezmadas por la fuerza del viento. En la sacudida lanzaban al aire, multitud de polen como polvillo de oro suspendido en el espacio. El chico contemplaba la diseminación del polen elevarse flotando sobre el farallón y por el camino. Algunos filamentos le parecían escamas de peces. Otras eran motillas de algodón. El muchachito, corría tras el polen camino abajo, desbocado, corría tan ligero que parecía elevarse igual que el cúmulo de pajuelas.
En la tarde el niño sintió una sombra templada, que pasó por su espalda. Se apartó del camino echando al aire, un puñado de tierra muy fina. Estuvo al cercado de alambre porque vio el cielo ponerse ceñudo y grisáceo. Entonces auscultó el abismo por donde bajaban las aguas turbias y convulsas, escuchaba quedamente el lejano zumbido.
Por la noche, ya en la cama, dijo a su madre. --Ma. Hoy lo vi clarito, arrastraba troncos y bambúas.
Un día el chiquitín escarbaba la tierra del camino con una astilla, cuando vio aflorar un cascajo. Después le pareció, al tiempo que quitaba una porción mayor de tierra, una piedra. Tuvo dudas, porque vio que lucía un brillo distinto a las piedras y escarbó con entusiasmo y mayor esfuerzo. Cuando pudo apalancarlo, descubrió un hermoso caracol.
Ese día visitó el pozo y lavó el caracol en las aguas que corrían después del manantial. Tomó un puñado de arenilla y restregó le esmalte del caracol. Lo hundía en la corriente y la pieza se lustraba como una luna llena. Se turbaba su configuración al refractarse con el efecto de las aguas tenuemente agitadas. Entonces, sumergía el caracol, a cada momento, para verlo alargarse tembloroso bajo la corriente. Después arrancó un haz de hierbas, lo dobló para hacerlo menos dúctil y, comenzó a frotar por la oquedad del caracol para despejarlo de tierra en su interior. Volvió a hundirlo y al sacarlo, quedó lúcido y nacarino. Al ver una naranja bloqueada y detenida por unas piedras del arroyo, se fijó cómo saltaba y rotaba con el ímpetu de la suave corriente. El niño decidió cogerla. Colocó el caracol sobre una toba soleada. Al pisar sobre una piedra lamosa, perdió el equilibrio y se cayó con estrépito. Su cara salpicada de agua, mostraba entre susto y diversión. Sus ojos quedaron bordeados de burbujas. Cuando se incorporó alcanzó la naranja. Con sus manitas acostumbradas a raspar la tierra parda, hurgó en la corteza húmeda y desgajó la fruta en dos mitades, mojando sus muslos con el jugo liberado. Hundió los dientes en la pulpa y se deleitó. El zumo hería sus ojos con la fuerza de un aerosol. Recogió algunas cáscaras y las echó a navegar. La blonda corriente acercaba las cortezas a la orilla y, las varaba junto a la menuda pedrería. El niño buscaba una vara entre las hojas secas y desencayaba sus imaginadas embarcaciones, que navegaban luego, corriente abajo hasta perderse en el meandro.
Por la noche la madre le contó, que esos caracoles eran de muy lejos. Había que pasar por muchos pueblos. Después de viajar un largo camino, se encontrarían el lugar de los caracoles.
Ese lugar tiene un nombre muy bonito. Se llama el mar. El mar es como el cercado de don Balta.Verdecito y el agua se mueve y se mueve como la hamaca de doña Pasita. Allí siempre sopla el viento mucho más que en la loma. Entonces en la orilla hay mucha arena y cuando uno camina se hunden los pies. Algunas personas buscan arena para hacer casas. Los padres que pueden, llevan a los niños al mar y, ellos juegan en la arena haciendo montañitas y cuevas de indios. Cuando yo era niña, vivía cerca del mar.
Al otro día, después del desayuno, la madre le enseñó a acercarse la oquedad del caracol al oído y descubrió el sonido del mar. Cuando el viento sacudía el arbolito de guanábana. el mar se oía clarito dentro del caracol.
Un día se lo acercó al oído y escuchó voces.
--¡Tierra a la vista! -- ¡Todos a sus puestos!
Seguidamente vio muy claro lo que ocurrió.
Unos marinos de color soleados y rojos, con barbas crecidas, bajaban las velas del barco, removían barriles e izaban una bandera de color negra. El barco se acercaba a la orilla. Hablaban fuerte como mugidos de toros. Comenzaron a llenar sacos de arena hasta que el barco empezó a moverse de lado y lado. Al terminar se fueron. El barco se alejaba y se fue gastando en el mar como si fuera de hielo.
El niño puso el caracol bajo el arbolito de guanábana y se dedicó a jugar con la tierra parda. Sintió que sus pies se mojaban con agua azul. Sorprendido buscó el caracol y notó que de su oquedad fluía, a borbotones, el agua. No cesaba de emerger el fuerte chorro como una cañería averiada. Se deslizaba por la hondonada y al atardecer el mar había salido enteramente del caracol
La madre lo sacudía diciéndole: Carlitos, hijo, levántate que hoy vas para la escuela.
--Madre, primero parecían de palo, después de piedra y al rato de vidrio azulito.
Al otro día el niño estaba en el camino jugando con la tierra parda.
Las hierbas altas de la hondonada caían diezmadas por la fuerza del viento. En la sacudida lanzaban al aire, multitud de polen como polvillo de oro suspendido en el espacio. El chico contemplaba la diseminación del polen elevarse flotando sobre el farallón y por el camino. Algunos filamentos le parecían escamas de peces. Otras eran motillas de algodón. El muchachito, corría tras el polen camino abajo, desbocado, corría tan ligero que parecía elevarse igual que el cúmulo de pajuelas.
En la tarde el niño sintió una sombra templada, que pasó por su espalda. Se apartó del camino echando al aire, un puñado de tierra muy fina. Estuvo al cercado de alambre porque vio el cielo ponerse ceñudo y grisáceo. Entonces auscultó el abismo por donde bajaban las aguas turbias y convulsas, escuchaba quedamente el lejano zumbido.
Por la noche, ya en la cama, dijo a su madre. --Ma. Hoy lo vi clarito, arrastraba troncos y bambúas.
Un día el chiquitín escarbaba la tierra del camino con una astilla, cuando vio aflorar un cascajo. Después le pareció, al tiempo que quitaba una porción mayor de tierra, una piedra. Tuvo dudas, porque vio que lucía un brillo distinto a las piedras y escarbó con entusiasmo y mayor esfuerzo. Cuando pudo apalancarlo, descubrió un hermoso caracol.
Ese día visitó el pozo y lavó el caracol en las aguas que corrían después del manantial. Tomó un puñado de arenilla y restregó le esmalte del caracol. Lo hundía en la corriente y la pieza se lustraba como una luna llena. Se turbaba su configuración al refractarse con el efecto de las aguas tenuemente agitadas. Entonces, sumergía el caracol, a cada momento, para verlo alargarse tembloroso bajo la corriente. Después arrancó un haz de hierbas, lo dobló para hacerlo menos dúctil y, comenzó a frotar por la oquedad del caracol para despejarlo de tierra en su interior. Volvió a hundirlo y al sacarlo, quedó lúcido y nacarino. Al ver una naranja bloqueada y detenida por unas piedras del arroyo, se fijó cómo saltaba y rotaba con el ímpetu de la suave corriente. El niño decidió cogerla. Colocó el caracol sobre una toba soleada. Al pisar sobre una piedra lamosa, perdió el equilibrio y se cayó con estrépito. Su cara salpicada de agua, mostraba entre susto y diversión. Sus ojos quedaron bordeados de burbujas. Cuando se incorporó alcanzó la naranja. Con sus manitas acostumbradas a raspar la tierra parda, hurgó en la corteza húmeda y desgajó la fruta en dos mitades, mojando sus muslos con el jugo liberado. Hundió los dientes en la pulpa y se deleitó. El zumo hería sus ojos con la fuerza de un aerosol. Recogió algunas cáscaras y las echó a navegar. La blonda corriente acercaba las cortezas a la orilla y, las varaba junto a la menuda pedrería. El niño buscaba una vara entre las hojas secas y desencayaba sus imaginadas embarcaciones, que navegaban luego, corriente abajo hasta perderse en el meandro.
Por la noche la madre le contó, que esos caracoles eran de muy lejos. Había que pasar por muchos pueblos. Después de viajar un largo camino, se encontrarían el lugar de los caracoles.
Ese lugar tiene un nombre muy bonito. Se llama el mar. El mar es como el cercado de don Balta.Verdecito y el agua se mueve y se mueve como la hamaca de doña Pasita. Allí siempre sopla el viento mucho más que en la loma. Entonces en la orilla hay mucha arena y cuando uno camina se hunden los pies. Algunas personas buscan arena para hacer casas. Los padres que pueden, llevan a los niños al mar y, ellos juegan en la arena haciendo montañitas y cuevas de indios. Cuando yo era niña, vivía cerca del mar.
Al otro día, después del desayuno, la madre le enseñó a acercarse la oquedad del caracol al oído y descubrió el sonido del mar. Cuando el viento sacudía el arbolito de guanábana. el mar se oía clarito dentro del caracol.
Un día se lo acercó al oído y escuchó voces.
--¡Tierra a la vista! -- ¡Todos a sus puestos!
Seguidamente vio muy claro lo que ocurrió.
Unos marinos de color soleados y rojos, con barbas crecidas, bajaban las velas del barco, removían barriles e izaban una bandera de color negra. El barco se acercaba a la orilla. Hablaban fuerte como mugidos de toros. Comenzaron a llenar sacos de arena hasta que el barco empezó a moverse de lado y lado. Al terminar se fueron. El barco se alejaba y se fue gastando en el mar como si fuera de hielo.
El niño puso el caracol bajo el arbolito de guanábana y se dedicó a jugar con la tierra parda. Sintió que sus pies se mojaban con agua azul. Sorprendido buscó el caracol y notó que de su oquedad fluía, a borbotones, el agua. No cesaba de emerger el fuerte chorro como una cañería averiada. Se deslizaba por la hondonada y al atardecer el mar había salido enteramente del caracol
La madre lo sacudía diciéndole: Carlitos, hijo, levántate que hoy vas para la escuela.
martes, 10 de enero de 2012
Incas
En honor de Eugenio M. de Hostos. Estos poemas del Maestro, sacado de un poemario suyo desconocido hasta el momento, pero dado a la luz como trabajo de tesis, fueron organizados y compilados por mí como requerimiento de curso doctoral en U. P. R.
Era la primera vez,
veía a los descendientes
puros de Atahualpa
y Huáscar.
los verdaderos andícolas,
hijos nativos de las mesetas.
Tenían ojos negros,
sin resplandor intelectual,
resplandecientes de dulzura.
El vértice del ojo
como la raza mongola:
pálido- amarillo el color del rostro.
Atahualpa y Huácar.
Imperio del sol.
Un niño llorón
fajado en la espalda
de su madre,
sacando la cabecita
a manera de cuévano.
Puro, original,
de hermosísimos ojos negros.
Llevan cubierta la cabeza.
Iban buscando compradores
para ciertas pieles,
pero no lo demostraban.
Raza orgullosa,
hombres de dignidad.
Raza que reciste
sol, nieve, soroche;
agua, rayos, vientos
y ríos crecidos.
Y aquella colonización
de aventureros
que destruyó
aquel imperio celeste.
( págs. 100, 101, 115, 116, 136 ,137, 138, Ed., 1969, Hacia el sur, Mi viaje al sur)
En el interior está la luz
Si la luz del espíritu
no es menos creadora
que la luz solar,
por qué hemos de ser
tan torpemente sensualista?
Los que de esto se asombren,
no se han mirado
nunca por dentro.
Cuando vean el primer
rayo de luz,
la nada sensual
que flotaba,
este génesis diario
a que tan indiferente somos,
verán que el interior del hombre,
es como el interior
del aposento oscuro:
la conciencia no vive
en el tumulto,
nuestra alma
es ávida de la claridad.
( Hostos, La tela de araña, Literatura, Caps.,6-7-11, Págs., 138-139-178, Vol. 1, Tomo
1V, Ed., U,P. R. 1997)
Era la primera vez,
veía a los descendientes
puros de Atahualpa
y Huáscar.
los verdaderos andícolas,
hijos nativos de las mesetas.
Tenían ojos negros,
sin resplandor intelectual,
resplandecientes de dulzura.
El vértice del ojo
como la raza mongola:
pálido- amarillo el color del rostro.
Atahualpa y Huácar.
Imperio del sol.
Un niño llorón
fajado en la espalda
de su madre,
sacando la cabecita
a manera de cuévano.
Puro, original,
de hermosísimos ojos negros.
Llevan cubierta la cabeza.
Iban buscando compradores
para ciertas pieles,
pero no lo demostraban.
Raza orgullosa,
hombres de dignidad.
Raza que reciste
sol, nieve, soroche;
agua, rayos, vientos
y ríos crecidos.
Y aquella colonización
de aventureros
que destruyó
aquel imperio celeste.
( págs. 100, 101, 115, 116, 136 ,137, 138, Ed., 1969, Hacia el sur, Mi viaje al sur)
En el interior está la luz
Si la luz del espíritu
no es menos creadora
que la luz solar,
por qué hemos de ser
tan torpemente sensualista?
Los que de esto se asombren,
no se han mirado
nunca por dentro.
Cuando vean el primer
rayo de luz,
la nada sensual
que flotaba,
este génesis diario
a que tan indiferente somos,
verán que el interior del hombre,
es como el interior
del aposento oscuro:
la conciencia no vive
en el tumulto,
nuestra alma
es ávida de la claridad.
( Hostos, La tela de araña, Literatura, Caps.,6-7-11, Págs., 138-139-178, Vol. 1, Tomo
1V, Ed., U,P. R. 1997)
lunes, 9 de enero de 2012
La noche de Vieques
La noche del cielo tiene olor a peces que recién se engarzan. Los gatos la contemplan desde los tejados. No les es fácil alcanzar las cumbres de los edificios, pero ellos tienen músculos de acróbatas. Aquellas noches estrelladas son propicias. Los felinos creen inequívocamente, que esos destellos temblorosos, por aquellas alturas obscuras, son peces auténticos. Ellos se revuelcan y mastican el aromático aire, emprendiendo después, una jaculatoria mientras elevan sus cabezas al cielo, un tanto ladeadas, con las orejas agudas y oscilantes lanzan al espacio nocturno sus miradas, que son haces de ascuas y al mismo tiempo, cimbeles que atrapan los peces celestes.
Hay gatos que no tienen tejados. Esos,cuando aparecen las noches cerradas de obscuridades
plena de constelaciones van al descampado. Cruzan las alambradas de púas, saltan las albarradas de piedras, se adentran en los barbechos para contemplar los pisciformes relumbrantes del cielo. Allí, en pleno desafuero sueltan galimatías y dan vueltas y saltos entre las cizañas. Contemplan entre rato y rato los brillosos capitanes, el pez luna, las sardinas plateadas los chillos en fuego, allá en el profundo mar gaseoso encendido de constelaciones.
Pero no todos regresan. Cuando están intensamente arrobados por el fuerte olor a mariscos, de entre los breñales les sacuden la espoleta, los proyectiles y los cañonazos. Cuando regresan en contra de sus mejores deseos, ven las vísceras brotadas de sus hermanos. Ven también, de otros que antes que ellos penetraron a extasiarse con los peces cerúleos, a aspirar el viento del mar. Tropiezan además, con los arcos de costillas pegadas a los segmentos del hueso desnudo de la columna vertebral, cuyo hueso de la testa no aparece por el contorno.
La noche ha de acabar muy pronto, entonces, al alba se recogerán las flores.
Hay gatos que no tienen tejados. Esos,cuando aparecen las noches cerradas de obscuridades
plena de constelaciones van al descampado. Cruzan las alambradas de púas, saltan las albarradas de piedras, se adentran en los barbechos para contemplar los pisciformes relumbrantes del cielo. Allí, en pleno desafuero sueltan galimatías y dan vueltas y saltos entre las cizañas. Contemplan entre rato y rato los brillosos capitanes, el pez luna, las sardinas plateadas los chillos en fuego, allá en el profundo mar gaseoso encendido de constelaciones.
Pero no todos regresan. Cuando están intensamente arrobados por el fuerte olor a mariscos, de entre los breñales les sacuden la espoleta, los proyectiles y los cañonazos. Cuando regresan en contra de sus mejores deseos, ven las vísceras brotadas de sus hermanos. Ven también, de otros que antes que ellos penetraron a extasiarse con los peces cerúleos, a aspirar el viento del mar. Tropiezan además, con los arcos de costillas pegadas a los segmentos del hueso desnudo de la columna vertebral, cuyo hueso de la testa no aparece por el contorno.
La noche ha de acabar muy pronto, entonces, al alba se recogerán las flores.
domingo, 8 de enero de 2012
Casas lóbregas
En Lares sobreviven un grupo de  casas lóbregas y silenciosas. Algunas de estas edificaciones, elevan sobre techumbre, un sombrío ramaje de algún árbol viejo y rechoncho, que trata de ocultar la fachada. Se arroja sobre la construcción la sombra de un jardín perezoso y descuidado. Nunca hay gente en sus balcones. Muestran un carácter de espantapájaros para los humildes que la miran. Otras desteñidas, pátina implacable de años de abandono. Ventanas clausuradas, marcos desbalanceados, jambas brotadas, soles truncos fragmentados en crestas cortantes y, aún así, dentro de esa escombrera, vive una familia aferrada a la vida bajo techo. Algunas de estas casas se asientan en espera larga, con su aura espiritual y una mansedumbre impasible, que nos recuerda la leyenda del lebrel que aguarda a su amo náufrago entre las rocas de un mar indiferente. A éstas le han crecido matorrales, zarza arborescencia y pérgolas. Las hiedras la carcomen por algunas resquebrajaduras. Las raíces se trepan irreverentemente por las columnas de los balcones. Sólo una de estas casas melancólicas, toda ella de madera antigua, exhibe un jardín de rosas cultivadas con esmero. esta residencia atesora la autora de una legendaria familia de coherencia singular, todos profesionales, con raíces de humildad en sus corazones. Pero también, conviven entre otras, unas moradas pulcras que resisten el empuje de los nuevos diseños y domeñan con su carácter la ostentación de los voluminosos y nuevos alcázares que se van erigiendo en el pueblo. Son casas anacrónicas, pero persisten con gracia. Han perdido la hegemonía, pero ganaron hidalguía. Sus diseños parecen eternizarse al calor de su entorno.
sábado, 7 de enero de 2012
Bailes
Reflexión
Quizás los motivos inherentes al baile de un bolero, de un bals y una danza no sean los mismos que cautivan en la salsa, el reggaetón, el rook y otros bailables de intenso ritmo. En bolero y danza la suavidad impera. Se transfigura la pareja, en entes de serenidad. El ritmo es semejante a esas tenues ondas que imperceptible se mueven en la delicada brisa de la tarde, sobre las aguas de un lago. Los ejecutantes se sienten cerca. A veces, perciben el palpitar de sus corazones y la calidez de sus frentes. Hay un tiempo y un espacio para soñar sus esperanzas. La música o la vocalización acogen la idea y estimulan el sentimiento.
En cambio, cuando estalla el bailongo de ciertos ritmos como la lambada, el reggaetón, el rook y la salsa, con otros musicales violentos de intensos contoneos, el interés y los gustos responden a distintos orígenes. El estado de entusiasmo satura los sentidos. Los cuerpos se dispersan. La inclinación licenciosa es pura actuación de éxtasis. El espíritu está suelto y sin designio definido. No hay un pensamiento ni una idea atada a un instante de amor. Todo es sensorial, exaltación y gritos. Más que alegría, son deseos de coito. El tono de la música ha de ser explosiva. Se llena el ambiente de gestos y ademanes, que no se podrían decifrar, porque envuelven finalidades absurdas y demenciales que cicunscriben los aleteos del ave sobre el otro ánade. Pero todos tienen su atractivo y su exquisitez. Hay ambiente para la juventud y momentos para los años de solaz.
Quizás los motivos inherentes al baile de un bolero, de un bals y una danza no sean los mismos que cautivan en la salsa, el reggaetón, el rook y otros bailables de intenso ritmo. En bolero y danza la suavidad impera. Se transfigura la pareja, en entes de serenidad. El ritmo es semejante a esas tenues ondas que imperceptible se mueven en la delicada brisa de la tarde, sobre las aguas de un lago. Los ejecutantes se sienten cerca. A veces, perciben el palpitar de sus corazones y la calidez de sus frentes. Hay un tiempo y un espacio para soñar sus esperanzas. La música o la vocalización acogen la idea y estimulan el sentimiento.
En cambio, cuando estalla el bailongo de ciertos ritmos como la lambada, el reggaetón, el rook y la salsa, con otros musicales violentos de intensos contoneos, el interés y los gustos responden a distintos orígenes. El estado de entusiasmo satura los sentidos. Los cuerpos se dispersan. La inclinación licenciosa es pura actuación de éxtasis. El espíritu está suelto y sin designio definido. No hay un pensamiento ni una idea atada a un instante de amor. Todo es sensorial, exaltación y gritos. Más que alegría, son deseos de coito. El tono de la música ha de ser explosiva. Se llena el ambiente de gestos y ademanes, que no se podrían decifrar, porque envuelven finalidades absurdas y demenciales que cicunscriben los aleteos del ave sobre el otro ánade. Pero todos tienen su atractivo y su exquisitez. Hay ambiente para la juventud y momentos para los años de solaz.
Suscribirse a:
Comentarios (Atom)