jueves, 2 de febrero de 2012

La hierba y la flor

No existe nada más veloz  que el pensamiento. Este ejercicio mental es el vehículo del espíritu. A través del pensamiento, el espíritu establece su plan de vuelo.


"Somos los únicos en este planeta y del universo conocido, capaces de burlar las naturales limitaciones de nuestra condición que nos condena a tener una sola vida, un solo destino una sola circunstancia".( M. Vargas Llosa).

Ocurrió en la apacible tarde de marzo. Bolo se suspendía en la hamaca sujeta de dos robles rosados. Dormía. Cuando la brisa sacudía, sobre él se precipitaba un aluvión de copos de flores encarnadas. Aunque la tarde aparentaba una desidia somnolente y, los ronquidos marcaban el compás al silencio, Bolo emprendió un viaje. Se encontraba en medio de una multitud enardecida de alegría por la faena taurina de la tarde.
Le costó mucho esfuerzo alcanzar aquel estado de conciencia, donde su persona se desprende de su entidad y vuela en su pensamiento, logrando trasladar su espíritu a lugares lejanos.

Bolo percibía intenso olor a cigarros cubanos, pues una concurrencia excitada echaba al aire bocanadas de humo. El ambiente despedía tufo a sudores emanente de aquella masa alegre y conversadora. Se sentía aroma a rosas que estaban prendidas en el cabello de las mujeres, con la presencia de otros perfumes que escapaban sutilmente al aire.

El torero se desempeñaba frente a las astas del bóvido con soltura, gracia y valentía. Aquellos cuernos tan agudos y cortantes como la espada que ocultaba tras el paño rojo que sostenía una de sus manos, casi rozaban su vientre en cada envestida. El público expulsaba los "olé" como vuelcos de olas de sonidos. Los turistas franceses que presenciaban la corrida, al escuchar la interjección: (olé ), entendían agua y leche (eau )
[ o ], (lait ) [ le ]. Seguidamente se emprendía la música de pasodobles indicativo de elogio a la grandeza del torero.

El arte de la fiesta taurina consiste en conformar la estética y la audacia. Esta gracia y valentía, basado en rasgos   y ademanes de la gimnasia : para los puertorriqueños como Bolo, que ahora duerme suspendido en una hamaca y que al mismo tiempo, está aquí en España en una naturaleza de hombre ubicuo, este deporte artístico entraña una característica de crueldad porque la catarsis de la faena es la muerte del bovino.

Dos argumentos o impresiones se esgrimen frente a estas actitudes encontradas: el realismo crudo, directo y desenvuelto de españoles y el sentimentalismo y piedad del puertorriqueño.
Antonio S. Pedreira señalaba que frente al momento de expeler los ímpetus de una angustia colectiva y ancestral, el español se enfrenta a la posibilidad de la pérdida de su vida cara al toro, pero el boricua descarga su coraje lanzando dos gallos de lidia y él se pone a gritar.

Bolo se fijaba en el atuendo del diestro, porque fulgía como si estuviera cubierto de lentejuelas. Chispeaba de luces el traje taurino como ascuas de oro con el brillo de sus alamares. Los botones dorados lanzaban banderillas de luces en la tarde de insolación. En un pase con salero, la muleta granate arropó las astas y se deslizaba sobre el lomo del toro, flotando como una nube del poniente teñida de grana y púrpura. El torero toca con su mano la cabeza del animal de belfos espumosos. éste de apariencia sumisa, se detiene y espera. El diestro da la la espalda y camina erguido y altivo sobre la caliente arena del redondel. Se escuchan los ardientes aplausos, el estruendo de las voces entusiastas. Seguidamente irrumpe la música de la banda que exalta los corazones y llena de notas cadenciosas y agradables la galante plaza. En este instante en que desde la manpara taurina le extienden la espada y capote al matador. la hoja de acero se torna en un solo haz deslumbrante. Se enerva la conciencia de Bolo. Las imágenes pierden esplendor, se opacan. La conciencia pugna por la preferencia de la estadía, pero continúa la degradación de los matices sobre los objetos, la plaza oscurece, se destiñe. Las figuras se refractan. Cuando sentía inminencia en su partida y, el pensamiento debilitaba, percibe una fragancia fresca de delicado perfume a rosas y escucha el roce de la seda con que estaba tocada la hermosa mujer tras las barandillas. Entonces se potencia su existencia subitáneamente,  como birlibirloque se representa toda la plaza con la multitud delirante, con los detalles que la enriquecen.

Entonces descubre a aquella mujer fumando un cigarrillo engarzado en boquilla de plata. Parecía un modelo del pintor cordobés, Julio Romero de Torres. Al llevarse el pitillo a sus labios resplandecen las cultivadas uñas esmaltadas. La reconoció poque otras veces la encontraba en medio de multitud. Su presencia aliviaba su confusión e incertidumbre. En aquel momento sacaban el torero en hombros por el andén principal para recorrer el poblado en medio de vítores.
El toro yacía en las arenas florecido de banderillas a colores sobre el negro cuerpo como una corona mortuoria para su despedida.

Mientras tanto, la gente iba abandonando los palcos y graderíos. Desde afuera se oían las ovaciones y redobles de tambores y una música castiza con visos arabescos.

La hermosa mujer se echaba aire con un abanico cordobés de cromáticas imágenes. Su mirada sensual de ojos aceitunados, el cabello negro, lacio, recogido en moño con peineta en la curvatura de su venusta cabeza. Cerca de su oreja derecha sujetas por su cabello asomaban primorosamente, dos rosas : una roja y otra blanca lilial. Bolo la miraba con intensa visión, enviándole señas de simpatía y agrado. Pero ella no daba constancia de haberlo visto. Ajustó el chal de delicados bordados y se dispuso a abandonar el lugar del espectáculo. Llevaba en sus manos el negro tocado del torero.

Bolo notó , que aún cuando todos los espectadores se ausentaron, él quedaba en medio de la desolada plaza, pero no precisaba en qué lugar. Sólo vio un hombre con boina que comenzaba a alisar las arenas con un viejo rastrillo.

La soledad, el silencio y la extensión se destacaban en aquella hora de las primeras penumbras del avanzado atardecer.
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